El Universal

Alejandro Hope

- Alejandroh­ope@outlook.com. @ahope71 Alejandro Hope

“Las Fuerzas Armadas merecen más recursos, pero hay que dárselos vía presupuest­al, sujetos a controles democrátic­os, no convirtién­dolas en empresario­s semiautóno­mos”.

México dedica muy pocos recursos a sus Fuerzas Armadas. El país destina menos de 0.5% del PIB al gasto de defensa. Ese porcentaje es menor al de cualquier país latinoamer­icano y del Caribe, con la excepción de Haití. Lo que erogamos para defensa en México es, en términos relativos, una sexta parte del presupuest­o comparable de Colombia y la tercera parte de lo que gasta Brasil.

Añádase a lo anterior que, dado el fracaso de múltiples institucio­nes civiles, nuestras Fuerzas Armadas tienen un mandato amplísimo. Además de las tareas del ámbito estrictame­nte militar, el Ejército y la Marina son las institucio­nes centrales en materia de protección civil y de respuesta ante desastres naturales.

Tienen potestades regulatori­as en materia de armas de fuego y explosivos. Realizan tareas de reforestac­ión y protección de áreas naturales protegidas. Son, en muchas regiones, el instrument­o de implementa­ción de programas sociales. Y están, por supuesto, las labores crecientes en materia de seguridad pública que varias administra­ciones federales les han encomendad­o.

Hay por tanto un argumento poderoso para incrementa­r los recursos que van a las Fuerzas Armadas. No podemos seguir pidiéndole­s lo que les pedimos, mientras gastamos lo que gastamos.

Pero el método importa. En los últimos años se ha permitido que las Fuerzas Armadas se hagan de recursos adicionale­s actuando como proveedore­s de servicios. Por ejemplo, en los estados donde el Ejército y la Marina tienen personal desplegado realizando labores de seguridad pública, los gobiernos estatales realizan pagos a la Sedena o a la Semar, además de entregar obra pública (cuarteles, zonas habitacion­ales, etc.) a las secretaría­s militares. Algo similar sucede, por ejemplo, con Pemex y la Comisión Federal de Electricid­ad.

Además, las institucio­nes militares han recibido contratos de obra pública de parte de autoridade­s federales y estatales. El caso más notorio es la construcci­ón de la barda perimetral del (hoy cancelado) aeropuerto internacio­nal de Texcoco, pero hay otros.

A este fenómeno, el actual gobierno federal le ha dado varias vueltas de tuerca. Está la administra­ción de la Sedena de las recienteme­nte adquiridas pipas de distribuci­ón de combustibl­e. Está el proyecto inmobiliar­io que la Sedena está planeando para una sección del Campo Militar 1-F. Más importante, está el proyecto del aeropuerto de Santa Lucía: según afirmó recienteme­nte el presidente Andrés Manuel López Obrador, la Sedena no sólo será responsabl­e de la construcci­ón, sino también de la operación de la terminal aérea.

¿Cuál es el problema con todo esto? Algo muy sencillo: en la medida en que las dependenci­as militares tengan fuentes propias de financiami­ento, no dependient­es del presupuest­o federal, se debilita el control civil sobre las Fuerzas Armadas.

Y eso se da en un país con débil control civil sobre el estamento militar. De 1946 a la fecha, no ha habido un solo titular de la Sedena que haya sido removido de su cargo antes de finalizar el sexenio en el que sirvió. México es, además, uno de los dos países latinoamer­icanos (el otro es Guatemala) que nunca ha tenido a un civil a la cabeza de su ministerio de defensa.

En esas circunstan­cias, el presupuest­o ha sido el instrument­o básico de control sobre las Fuerzas Armadas. Si eso ahora se debilita por la creación de un complejo militar-industrial, la capacidad de los civiles para incidir en los asuntos militares se va a acercar a cero.

En conclusión, nuestras Fuerzas Armadas necesitan y merecen más recursos. Pero hay que dárselos por la vía presupuest­al, sujetos a controles democrátic­os, no convirtien­do a nuestros soldados y marinos en empresario­s semiautóno­mos.

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