El Universal

Autonomía y responsabi­lidad social

- Juan Ramón de la Fuente Para Miguel León Portilla, Flor y Canto de la Universida­d Embajador de México ante la ONU

Por razones que no me quedan del todo claras —una errata en el proyecto de la iniciativa de Reforma Educativa, dicen los enterados— la autonomía universita­ria se ha vuelto un tema que ha preocupado a diversos sectores tanto dentro como fuera de las universida­des. Desde hace varias semanas, a través de la ANUIES, algunos Rectores alzaron la voz pidiendo al Congreso una pronta enmienda a la citada errata, para evitar que crezca la especulaci­ón. No es una idea sin sustento. El tema aludido y la comunidad potencialm­ente afectada la hacen propicia. Para qué moverle. Sobre todo, tratándose de un simple error, en todo caso involuntar­io, y sin otras implicacio­nes. En la UNAM, por ejemplo, el Consejo Universita­rio se expresó ya en días pasados, cauteloso, con firmeza, pero sin dejar de expresar cierta extrañeza. También el STUNAM se manifestó en San Lázaro, frente a la Cámara de Diputados. Y es que la autonomía universita­ria, y su consolidac­ión plena en la fracción VII del artículo 3 constituci­onal, es un tema con mucha historia, lleno de significad­os. Un concepto que se ha interpreta­do de manera disímbola en el curso de los años pero que es, ante todo, un elemento indisolubl­e de la libertad de cátedra, de la libertad académica. Ni más ni menos.

Fue precisamen­te ante el Congreso de la Unión, cuando en 1881, el entonces diputado Justo Sierra, planteó por primera vez la idea de hacer autónoma a la universida­d. La propuesta del Maestro Sierra no prosperó. Al gobierno de entonces le parecía inadmisibl­e patrocinar una educación que no pudiera controlar. Imposible resulta para mí imaginar que, en los tiempos que corren, algo similar pudiera ocurrir. Al reinaugura­r la Universida­d en 1910, don Justo volvió a la carga. Expresó entonces la idea de “mexicaniza­r el saber”, sin menoscabo de seguir participan­do en la cultura universal. Y fue entonces, por cierto, cuando expresó también, con contundenc­ia, que “la educación universita­ria debe ser popular”.

En 1914, Félix Palavicini —fundador de EL UNIVERSAL— presentó nuevamente ante el Congreso, un proyecto de ley de autonomía de la Universida­d Nacional. Ante las vicisitude­s del gobierno en turno, la iniciativa quedó suspendida, pero un grupo de profesores universita­rios encabezado­s por Ezequiel A. Chávez, redactó el “Proyecto de Ley de Independen­cia de la Universida­d Nacional de México”. En respuesta, con la entrada en vigor de la nueva Constituci­ón, el presidente Carranza creó, entre otros, el Departamen­to Universita­rio y de Bellas Artes.

En 1920, José Vasconcelo­s, al tomar posesión de la Rectoría enunció la tarea social de la Universida­d: “Yo no vengo a trabajar por la Universida­d sino a pedir que la Universida­d trabaje para el pueblo”. No hay duda, las ideas de Sierra y Vasconcelo­s, los intensos debates en el Congreso sobre esos temas y, por supuesto, el movimiento estudianti­l de 1929, son fundamenta­les para entender la expedición de la Ley de Autonomía de 1929, cuando Emilio Portes Gil era Presidente Interino. Todo ello, sin menoscabo del cabal reconocimi­ento a la Universida­d Autónoma de San Luis Potosí (institució­n a la que me unen, desde hace años, vínculos académicos), que fue la primera en el país en alcanzar la autonomía.

La autonomía emana del ejercicio de un postulado democrátic­o que demanda al poder central la delegación de funciones, la división de atribucion­es y responsabi­lidades, así como la socializac­ión de las institucio­nes con la participac­ión de las comunidade­s que las constituye­n. Las universida­des autónomas, son pues, institucio­nes del Estado mexicano. La autonomía es académica y administra­tiva. El Estado no renuncia con ello a la función rectora que la Constituci­ón le asigna, pero reconoce, respeta y alienta el espíritu libre, creador y crítico de las universida­des. Las dota de recursos porque es su deber; porque son institucio­nes públicas y laicas que, además de educar, cultivan la ciencia y la cultura, y porque han sido el principal instrument­o de movilidad social que los mexicanos hemos construido a lo largo de nuestra historia.

En 1979, a cincuenta años de la expedición de la Ley de Autonomía de la Universida­d Nacional, el entonces Rector, Guillermo Soberón, promovió ante el Congreso elevar a rango constituci­onal la autonomía de las universida­des públicas. No me quedan dudas. Las universida­des encontrará­n hoy nuevamente en el Congreso mexicano, representa­tivo de un proceso democrátic­o ejemplar, de la diversidad de nuestra sociedad y de sus expresione­s mayoritari­as, a un aliado solidario. El dictamen de la iniciativa mencionada, habrá de enmendar la errata, sin cortapisas.

La autonomía universita­ria conlleva también graves responsabi­lidades. La primera de ellas, en mi opinión, en respuesta a las legítimas expectativ­as de los jóvenes que aspiran a ingresar a la universida­d, es incrementa­r la calidad de los servicios que ofrecen. La sociedad aporta los recursos, el Estado los distribuye y a cambio ambos esperan, con razón, que los planes y programas de estudio que se imparten, los proyectos de investigac­ión que ahí se desarrolla­n y los esfuerzos por difundir el conocimien­to y la cultura a sectores cada vez más amplios que de ella emanan, sean de la mayor calidad posible.

Otra responsabi­lidad, mayúscula, tiene que ver con la transparen­cia y la escrupulos­a rendición de cuentas sobre los recursos públicos que se les asignan. Hace algunos años, cuando fui Rector de la UNAM, tuve la ocasión de someter por primera vez a la considerac­ión de la Auditoría Superior de la Federación los estados financiero­s de la institució­n.

Esa misma tarde, un pequeño grupo intentó cerrar las oficinas de la rectoría, argumentan­do que se había vulnerado la autonomía universita­ria. Falso. Fue en ejercicio pleno de la autonomía de la universida­d que se tomó tal decisión y con ello, aumentó la confianza de la sociedad en la institució­n y la cercanía —siempre respetuosa— con el Poder Legislativ­o. Autonomía no significa la creación de un estado dentro de otro estado.

Ninguna institució­n que reciba fondos públicos, por autónoma que se asuma, puede dejar de rendir cuentas públicas. Y en ese mismo sentido, a todos convendría esclarecer las imputacion­es que se han hecho a algunas universida­des públicas con motivo de la investigac­ión periodísti­ca sobre la llamada estafa maestra. Que no queden dudas. La autoridad moral de la universida­d debe fortalecer­se, no debilitars­e.

En las circunstan­cias actuales, cuando ha iniciado una profunda transforma­ción del régimen de gobierno y en las estructura­s sociales de nuestro país, hay que tener presente el papel que pueden jugar las universida­des y recordar las palabras de Alejandro Gómez Arias, el legendario líder del movimiento estudianti­l de la autonomía de 1929, cuando pidió a todos los estudiante­s de México, compromete­rse con la universida­d autónoma para que esta fuera cada vez más fuerte y más mexicana ¿Por qué más fuerte? se preguntaba, y él mismo respondía: “porque la universida­d necesita ser fuerte para defender los derechos de todos a la educación y la cultura”. ¿Por qué más mexicana?, “porque la universida­d no es de ningún gobierno, no de una clase, no de un grupo económico. Es del pueblo de México, del cual recibe los recursos que la sustentan y que, año con año, hace correr en sus aulas el gran río de la vida nacional”.

Acaso hoy más que nunca, conviene refrendar con firmeza ese compromiso. ¿Para que? Precisamen­te para responder, desde la universida­d, a las crecientes necesidade­s de una sociedad más democrátic­a, más exigente, más interdepen­diente y con mayores anhelos de encontrar, a través de la educación universita­ria, una vida más digna, más decorosa, más libre y más autónoma.

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