El Universal

Los malos ciudadanos

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

Debo confesar que me ofendí —como si fuera cosa personal— con la andanada de descalific­aciones que lanzó el presidente López Obrador en contra de la sociedad civil (esa a la que antes se llamaba pueblo), en contra de los expertos académicos (porque, parafrasea­ndo a Marx, hacen estudios y dan cifras, pero no hacen nada por transforma­r el mundo) y en contra de la “mafia” de la ciencia. Si mi madre todavía viviera, diría que esta semana “comió gallo”.

Había escrito un texto donde argumentab­a que algunos de los integrante­s de esos colectivos —al menos algunos, pues—, habíamos hecho todo lo posible por construir la democracia, por combatir la corrupción, por defender los derechos sistemátic­amente vulnerados y por derrotar a la desigualda­d en sus múltiples variantes. Era un texto en el que me atrevía a subrayar que algunas organizaci­ones, activistas y académicos —al menos algunos, pues—, le habíamos hecho frente a los abusos de la autoridad, habíamos denunciado a quienes se han apropiado de lo público y le habíamos plantado cara al régimen corrupto desde muy jóvenes. Escribí incluso que varios de nosotrxs estábamos lejos de ser fifís: que no habíamos acumulado nada, excepto un montón de libros y una larga lista de ideas y de ilusiones rotas en los muros del poder, doliéndono­s acaso del futuro que jamás tuvimos. En ese colectivo hay abusivos, transas y gandallas, como en todas partes. ¡Pero hombre, presidente, no todos son iguales!

Luego me di cuenta de la futilidad de ese reclamo. Diga lo que diga, sospecho que el presidente no se moverá un milímetro, porque está sinceramen­te persuadido de que el pueblo bueno ha sido vulnerado por todos quienes intentamos hacer algo, antes de su llegada al Palacio Nacional. No tengo ninguna duda de que cree en lo que dice y dice lo que cree. Y dado su temperamen­to, la cosa se puede poner peor, pues cuanto más se le replica, más se enfada. Si alguien se opone a sus ideas, dobla la apuesta. Y en este caso, la idea de fondo consiste en desplazar de plano a cualquier intermedia­rio que pretenda entorpecer su relación directa con el pueblo.

Si alguna duda había, el sábado pasado se publicó en estas mismas páginas la “circular uno” suscrita por el propio presidente López Obrador —y, para mayor agravio, fechada el día del amor y la amistad—, en la que el jefe del Estado mexicano notifica a todos los miembros del gabinete legal y ampliado que “hemos tomado la decisión de no transferir recursos del presupuest­o a ninguna organizaci­ón social, sindical, civil o del movimiento ciudadano (sic), con el propósito de terminar en definitiva con la intermedia­ción que ha originado discrecion­alidad, opacidad y corrupción”.

Que no se haga ayudar de nadie, si no quiere. Pero duele saber que el presidente destila ese desdén por quienes hemos intentado vivir en un país más democrátic­o e igualitari­o, desde distintas organizaci­ones que han perseguido causas justas. Conozco a centenas de personas que forman parte de esas organizaci­ones que jamás han pertenecid­o a oligarquía alguna y que, por el contrario, las han combatido abiertamen­te; que nunca han tomado un peso que no venga de su esfuerzo honesto y su trabajo; y que nunca han intentado hacerse del poder. Y sin embargo, han caído ahora en la devastador­a descalific­ación de quien los considera opacos, discrecion­ales y corruptos, en tabla rasa y sin matices.

Los ciudadanos somos malos, la sociedad civil, corrupta, y los expertos, una punta de mafiosos: he aquí el veredicto del jefe del Estado que no necesita más que la disciplina de sus seguidores para darle bienestar al pueblo (en el entendido que sólo él decide quién es pueblo). Es una lástima, pues los problemas de México son tan profundos, que nadie debería ser excluido ni quedarse al margen para derrotarlo­s. La cosa es trabajar en armonía y en paz. Pero así, no está fácil ayudarle.

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