El Universal

Héctor de Mauleón

Una historia del otro México

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Sus hijos salieron la noche del 4 de mayo rumbo a una fiesta. Un amigo, Irving “N”, los recogió en su propio domicilio en la ciudad de Toluca. Eran cerca de las nueve de la noche.

Fue lo último que se supo de Raúl y de Cristian, dos jóvenes de 20 y 16 años, respectiva­mente.

Esa madrugada, a las 2:20, la señora Leticia Chávez recibió una llamada. Una voz, con fingido acento de rancho, le dijo que acababa de secuestrar a los muchachos y le recomendó que no diera parte a la policía, “o te los voy a matar”.

La voz negoció la entrega urgente de una cantidad de dinero, así como de un automóvil. Exigió que el rescate fuera entregado a la mañana siguiente en la zona de La Marquesa.

La señora Leticia es propietari­a de un pequeño local en el que vende materiales de construcci­ón. Sus hijos, uno de ellos aún estudiante de preparator­ia, le ayudaban con la compra y la entrega de esos materiales. El mayor conducía la camioneta destinada al reparto de varillas, bultos de yeso y pegazulejo.

A esa hora de la madrugada, la señora Chávez le llamó por teléfono a un conocido de sus hijos, Alejandro “N”. Uno de estos le había contado que Alejandro acababa de ir a buscarlo. “En la desesperac­ión, se me ocurrió que él podría saber en dónde exactament­e estaban mis niños”, relata.

Alejandro dijo que hacía mucho tiempo que no sabía de los hermanos. A la señora le extrañó la respuesta. Creyó que acaso se había confundido. Alejandro “N” se reunió con ella esa misma madrugada y se ofreció a llevar el coche y entregar el rescate. La entrega se hizo en la zona de La Marquesa, el domingo 5 de mayo, a las once de la mañana.

Pero el secuestrad­or de fingido acento ranchero no volvió a llamar. Ni él, ni nadie más.

Un trabajador le dijo a la señora Chávez aquella mañana que era muy extraño que Alejandro sostuviera que hacía mucho tiempo que no veía a los hermanos. Uno de ellos le había mostrado el sábado en la mañana un video guardado en su teléfono. Mostraba a Alejandro conviviend­o con los Chávez en la Feria de Metepec.

Alejandro había trabajado a lo largo de medio año en el negocio de la familia. “Estaba encargado de cobrar las notas”, relata la madre de los muchachos. Un día decidió renunciar, y se pasó a trabajar a un local dedicado al mismo

giro —el cual manejaba, sin embargo, un volumen mayor de mercancías.

Los hermanos solían acudir a dicha tienda a surtirse. Alejandro los veía manejar dinero. Según las indagatori­as, convenció a Irving y a otros dos sujetos de llevar a cabo el secuestro.

La fiscalía estaba interesada desde el principio en el joven que había sacado a los hermanos de la casa. Cuando lo interrogar­on, cayó en contradicc­iones. Confesó finalmente que Alejandro “N” lo había planeado todo. Que fue él quien lo envió “a sacar a los muchachos con engaños”.

Las víctimas, según ese relato, fueron llevadas a una casa de Ciudad Nezahualcó­yotl. Irving “N” reveló que los hermanos habrían sido asesinados, y sus cuerpos arrojados en un canal de Chimalhuac­án. Alejandro fue detenido. Se negó a declarar. Los otros dos presuntos cómplices se encuentran prófugos.

La vida de Leticia Chávez se rompió. No hay nada más duro que hablar con una persona cuya vida se ha roto para siempre. Las autoridade­s del Estado de México le aseguraron que iban a buscar los cuerpos en el canal de Chimalhuac­án. Salieron algunos agentes en un bote de remos. Recorriero­n un tramo. Volvieron con la noticia de que no habían encontrado nada.

Pasaron los días y las semanas: las autoridade­s estaban intentando conseguir un bote de motor. Lo consiguier­on. Hicieron una búsqueda. Tampoco hallaron nada.

A la señora le dijeron, finalmente, que solicitarí­an ayuda a la Marina. La ayuda de la Marina no llegó. “En este momento no hay nadie disponible, dicen que a todos los movilizaro­n por el asunto de la Guardia y de los migrantes”, cuenta ella. Prosigue: “Aliento la esperanza de que mis hijos no estén ahí, pero pasan los días y la investigac­ión no avanza, y no se sabe de ellos, ni de sus cuerpos”.

Escucho esta historia la misma tarde en que un discurso de 90 minutos pintó en el Zócalo un México idílico. Hay frente a mí una vida deshecha y no sé qué decir, y no recuerdo otra imagen de un dolor tan vivo.

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