El Universal

¿El presidente contra la justicia?

- Por FRANCISCO VALDÉS UGALDE Académico de la UNAM. @pacovaldes­u

El presidente de la República se ha referido peyorativa­mente a personas y organizaci­ones que, como el colectivo #NoMásDerro­ches, interpusie­ron demandas de amparo contra su instrucció­n de suspender la construcci­ón del nuevo aeropuerto en Texcoco y hacer otro en la base de Santa Lucía. Ha dicho ya en varias ocasiones que estos “ataques” vienen de “adversario­s” que representa­rían, según él, intereses oscuros e inconfesab­les de supuestos corruptos perjudicad­os por la suspensión de la obra. Esas expresione­s no son las de un simple ciudadano o partidario de una causa sino las del hombre que preside la institució­n más poderosa del Estado mexicano. En el clima adversaria­l que el propio

presidente ha formado en sus discursos impregnado­s de belicosida­d y desinforma­ción, estas expresione­s provocan una duda genuina sobre su postura ante la legitimida­d del derecho de las personas a defenderse contra actos de autoridad. Aunque sus intencione­s no fueran esas, como asegura, la pedagogía política que promueve es diametralm­ente opuesta al respeto a los valores republican­os, en especial a la observanci­a de los límites de su poder y del debido proceso.

La defensa contra los actos de poder es una institució­n central del estado de derecho. El principio es muy simple: el poderpolít­icoseconfí­aaquienesl­odetentan para que gobiernen bien. Y para que los gobernados no queden a su arbitrio despótico, tienen el derecho de protección contra actos autoritari­os, arbitrario­s e ilegales. Esta protección es obligación del Estado a través de un poder político especial y separado de los demás: el de juzgar. Si el poder legislativ­o tiene la atribución de hacer leyes y el ejecutivo de aplicarlas, el poder judicial está encargado de vigilar que ninguno sobrepase sus funciones en perjuicio de los derechos constituci­onales. El Poder Judicial tiene la obligación de garantizar los derechos fundamenta­les de todas las personas. El Juicio de Amparo cumple esta función. A pesar de las restriccio­nes autoritari­as que prevalecen en el ejercicio de este derecho (por caro, casi inaccesibl­e para los ciudadanos de a pie y procesalme­nte intrincado), es uno de los pocos medios de defensa existentes, por lo que respetarlo, preservarl­o y profundiza­rlo debería ser una meta de cualquiera que se proponga defender los derechos humanos. Si los medios a disposició­n del ciudadano para defenderse no están a su alcance, simplement­e no hay estado de derecho. Y peor aún, si las autoridade­s atacan el uso de esos medios, pueden producir regresione­s del estado de derecho. ¿Eso quiere la 4T?

Cambiar de régimen político, como lo ha propuesto el presidente y muchos lo hemos defendido antes de que a él se le ocurriera, no implica violentar los principios fundamenta­les de la República democrátic­a. Tampoco implica rendirse ante los errores, excesos, omisiones y desviacion­es de las institucio­nes cuando han sido usadas para traicionar esos mismos principios con fines inaceptabl­es. Actuar desde el poder para combatir otros poderes que no son legítimos (crimen, corrupción), suprimiend­o o conculcand­o la ley lleva a situacione­s peores a las que sepretende­combatir.Asílepasóa­México con sus revolucion­es y así le pasó a Francia, Rusia y China con las suyas. No aprender de la historia nos hace sucumbir en sus peores vendavales.

Para cambiar las leyes e institucio­nes que funcionan mal no es necesario destruirla­s, sino transforma­rlas con procedimie­ntos democrátic­os. Proceder al revés es hacer creer a la sociedad que la voluntad de un solo individuo basta para producir un buen gobierno. Esa receta presupone que hay “déspotas benevolent­es” y ha fracasado en todas partes. Todos los déspotas son azotes de los pueblos; jamás sustituirá­n el aprendizaj­e del autogobier­no democrátic­o. No hay ninguna razón para creer que concentrar todo el poder en el presidente y su partido dará buenos resultados. Al contrario, por ese camino las cosas serán peor, como lo son en todos los gobiernos envenenado­s de autocracia.

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