La figura política de Juárez
Dedica este número al profundo manejo retórico que la “4T” y AMLO hacen de los héroes patrios y la fe, desde la mirada de una nueva generación de historiadores y filósofos, entre los que contamos a Rebeca Villalobos Álvarez, Alfredo Ávila y Ernesto Priani
El uso político de la memoria histórica ha sido uno de los gestos más celebrados y también uno de los más cuestionados del nuevo oficialismo. Tras dos sexenios de relativo olvido —por momentos franco abandono— de la historia patria como recurso de legitimación política, llama la atención este renovado interés por héroes y emblemas que si bien jamás han abandonado el espacio de las conmemoraciones oficiales y los rituales cívicos, parecen adquirir, al día de hoy, mayor poder de convocatoria y un potencial diluido por décadas de acartonamiento y desgaste. Como han hecho notar tanto críticos como defensores de la llamada cuarta transformación, uno de los componentes más visibles del discurso oficial actual es la activa promoción de una historia nacionalista –que algunos juzgan anacrónica pero otros deseable o cuando menos necesaria— y la revaloración de sus íconos más populares. En este contexto, la abierta predilección del presidente López Obrador por la figura de Benito Juárez no es asunto menor pero tampoco inédito. La imagen del oaxaqueño, mitificada y promovida por distintos gobiernos y grupos políticos desde su muerte en 1872, ha permanecido estrechamente asociada a la figura presidencial desde el Porfiriato, y aun si a raíz de la revolución de 1910, y con el posterior triunfo del obregonismo, otras le disputaron primacía en la parafernalia oficial, logró mantenerse como uno de los referentes más estables e incuestionados del nacionalismo mexicano.
Desde una perspectiva de más largo aliento, al colocar a Juárez en el centro del logotipo del gobierno de México (un sitio que podría juzgarse reservado para Miguel Hidalgo), el nuevo oficialismo en realidad
apela a un símbolo muy conocido y ciertamente desgastado, mas no por ello menos significativo. El hecho de que la figura de Juárez haya permanecido vigente en la memoria histórica mexicana como un ícono broncíneo e inmutable que habita en billetes, postales y estatuas de plazas públicas a lo largo y ancho del país; el que constituya uno de los personajes más citados en conmemoraciones oficiales (particularmente aquellas que involucran al presidente); o que su nombre sea uno de los más utilizados para bautizar calles, escuelas o programas públicos, ha generado una suerte de normalización de los significados que entraña el llamado legado juarista. A fuerza de reiterarlo una y otra vez, el Benemérito ha ganado presencia en la memoria visual e histórica de este país pero acaso ha perdido, precisamente en razón de su ubicuidad, vocación ideológica. Es en relación con esto último que su vigor como símbolo político pareciera renovado en tiempos de la “4T”. Si bien no es el único referente del fervor patriótico que este gobierno reivindica cotidianamente, la novedad parece consistir en devolverle su dignidad como ícono del presidencialismo y no sólo como emblema del estado laico.
Desde su etapa como jefe de gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador se mostró no sólo como un adepto más del juarismo sino como un político que supo capitalizar el desafío público más evidente a la memoria del prócer en la historia reciente. La coyuntura actual probablemente haya hecho olvidar a muchos los cuestionamientos del entonces presidente Vicente Fox a la figura de Juárez al igual que su desapego por las formas tradicionales del ritualismo oficial. Cuando el primer presidente de la alternancia hizo pública su visita a la Basílica de Guadalupe antes de acudir a la toma de posesión del 1º de diciembre y, más adelante, cuando ordenó remover las efigies de Benito Juárez y Lázaro Cárdenas de la residencia oficial de Los Pinos e incluso se atrevió a declarar la verdad de que en México se ha construido un pedestal para la figura de Juárez, sus acciones fueron interpretadas como una ofensa a los principios del buen gobierno y a los valores republicanos.
Estos hechos, que bien pueden juzgarse anecdóticos mas no carentes de implicaciones ideológicas, reactivaron la presencia de Juárez en la discusión pública y revivieron, en aquellos tiempos, su presencia en la memoria histórica y política.
Si tomamos en cuenta que para el año 2000, el papel protagónico de Juárez en el imaginario nacionalista no sólo contaba con más de un siglo de trayectoria, sino que durante los últimos 25 años había permanecido inalterado —acaso anquilosado en los ritmos más bien lentos de las conmemoraciones públicas y las efemérides— se puede contextualizar mejor la envestida foxista al igual que las reacciones que suscitó. Los primeros en responder la afrenta con el clásico “¡Viva Juárez!” fueron precisamente los legisladores de oposición en la ceremonia de aquel 1º de diciembre del año 2000, pero no fueron los únicos en repetir el gesto. AMLO supo entonces, como lo sabe ahora, instrumentar su genuina filiación juarista para fines más inmediatos, utilizar un lenguaje plagado de alusiones patrióticas y efectismos discursivos para trasmitir sus ideas y valores políticos y, al mismo tiempo, supo aprovechar esos recursos para posicionarse ante sus adversarios y minar su credibilidad. En aquel entonces, como ahora, AMLO evocó a Juárez en sus discursos, particularmente en el de su toma de posesión como jefe de gobierno del DF, y se presentó como guardián de ese legado. Entonces, como ahora, apeló a viejas pero consensuadas fórmulas: la idealización de Juárez como gobernante modelo; la asociación indiscutible entre el personaje y las virtudes patrióticas; la utilización de Juárez, en suma, como un recurso todavía eficaz de legitimación de posturas y decisiones políticas.
Tras conseguir la presidencia de la República en las últimas elecciones, la reivindicación del juarismo en el discurso de AMLO ha cumplido idénticas funciones. En las conferencias matutinas y en los discursos oficiales, el prócer oaxaqueño es referido con frecuencia al igual que las sentencias que el Presidente (y no sólo) juzga más emblemáticas de su pensamiento. Bien conocida es la peculiar forma en que López Obrador utiliza y al mismo tiempo actualiza, en estos contextos, expresiones típicamente asociadas con la gesta juarista como la dicotomía entre conservadores y liberales, el llamado a la austeridad republicana o la defensa de la dignidad y de la soberanía nacionales. En los dos discursos pronunciados en los actos protocolarios del 1º de diciembre