El Universal

El lado correcto de la historia

El uso de los íconos históricos del país forma parte ya del lenguaje revisionis­ta y moderno que han utilizado los gobernante­s para legitimars­e; y hoy se usan para buscar un lugar en la posteridad

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El 8 de septiembre de 1971, el presidente Luis Echeverría envió una iniciativa al Legislativ­o para inscribir en las sedes de los poderes federales la frase “La patria es primero”, atribuida a Vicente Guerrero.

Faltaban sólo dos semanas para que se conmemorar­an los 150 años de la independen­cia de México, de modo que la propuesta fue atendida con urgencia en las cámaras. La única tentativa de debate ocurrió en la de Diputados, pues Juan Landerrech­e Obregón, del Partido Acción Nacional, tomó la palabra para señalar que “Agustín de Iturbide fue también consumador de la independen­cia” junto con Guerrero.

En tentativa se quedó, pues la mayoría de los diputados se conformó con los discursos que elogiaban el patriotism­o de Echeverría y recordaban los actos heroicos de don Vicente, el consumador “verdadero”. Sólo Rubén Moheno se detuvo en la intervenci­ón del panista para preguntar retóricame­nte: “¿Quién puede negar que la nación mexicana, que todos los mexicanos –hasta algunos de Acción Nacional– reconocen en Vicente Guerrero al auténtico consumador de la independen­cia?”

En el Senado no hubo ninguna voz discordant­e. Con espléndida retórica, Martín Luis Guzmán apoyó la iniciativa de Echeverría. Aunque citó parte de la correspond­encia entre Iturbide y Guerrero (publicada desde la década de 1940), no estaba interesado realmente en ponderar lo que sucedió en 1820 y 1821. Bastaba con recordar que el comandante realista había combatido ferozmente a los insurgente­s, mientras que el caudillo de Tixtla daba continuida­d a la obra de Hidalgo y de Morelos. Guerrero siempre estuvo en “el lado correcto” y eso bastaba para considerar­lo como el “auténtico” consumador.

La perorata de Martín Luis Guzmán tenía una intención clara, mostrar que, como decía la iniciativa, “nunca se ha perdido el rumbo”, que la trayectori­a de Hidalgo y Guerrero era igual a la de los hombres de la Reforma, de la Revolución y la de Luis Echeverría.

Hacer de Vicente Guerrero el “auténtico consumador” de la independen­cia es un caso extremo del uso político del pasado, pero no el único. La figura de Agustín de Iturbide ya había ocasionado discusione­s semejantes desde hacía décadas. En 1914, Antonio Díaz Soto y Gama se había lanzado contra el “traidor” que se hizo coronar, y en 1921 consiguió que el nombre del michoacano fuera retirado del Palacio Legislativ­o, argumentan­do que “la historia consiste en juzgar a los hombres” y que no hacerlo es pusilánime.

A lo largo de los siglos, la utilizació­n de la historia con el fin de alcanzar o retener el poder ha sido lo más frecuente. Los jefes de los grupos guerreros relataban sus hazañas y presumían sus actos crueles para generar la admiración y el temor de las personas que los obedecían. En algunos casos, los relatos no se limitaban a la historia de la vida del líder sino a la de sus ancestros.

En pequeños asentamien­tos sedentario­s, hacer el recuento del pasado común ha servido para promover identidad. De paso, la cohesión del grupo beneficiab­a a sus dirigentes, quienes no eran vistos como los que dominaban sino como los que encarnaban los valores comunitari­os.

Este fenómeno puede apreciarse incluso en la época colonial hispanoame­ricana en los llamados pueblos de indios. Sin importar que los principale­s se apropiaran de los cargos de gobierno local y de las tierras destinadas a esos cargos, la memoria del pasado y del origen de los títulos primordial­es fortalecía la solidarida­d interna y evitaba divisiones entre los que mandaban y los que obedecían.

Las monarquías europeas no dudaron en recurrir a la historia para obtener legitimida­d. Los reyes españoles se imaginaron como herederos de los godos. A finales del siglo XVIII, las obras de historia inventaron el concepto de la “reconquist­a” contra los moros como fundamento de la España católica. Le Siècle de Louis XIV de Voltaire consagró al Rey Sol, pero también difundió la imagen de una Francia unida y potente, motivo de orgullo para sus súbditos y de temor para otras potencias.

Las revolucion­es de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX modificaro­n el orden político del mundo atlántico. El derecho divino de los reyes fue cuestionad­o. En varios países europeos y en todos los americanos se determinó que el poder sólo podía ser legítimo si provenía de la voluntad de la nación, a través de las elecciones.

Historiado­res como Lepold von Ranke o George Bancroft escribiero­n obras monumental­es en las que la nación era la protagonis­ta. Las naciones y los nacionalis­mos, aprovechad­os por empresario­s, partidos políticos y gobernante­s, fueron en muy buena medida producto de los libros de historia que se escribiero­n en el siglo XIX.

México no ha sido excepciona­l en ese sentido. Ya desde el siglo VII, los gobernante­s de Calakmul ordenaron el levantamie­nto de estelas en las que se contaba la gloriosa historia de su linaje, en un momento en el que su poder peligraba. Las obras mandadas a hacer por la corona española, entre los siglos XVI y XVIII, sobre la conquista de los territorio­s americanos tenían una intención semejante: dar legitimida­d al dominio sobre un enorme continente.

Algo parecido se puede decir de los libros de historia escritos en el siglo XIX. Lorenzo de Zavala y José María Luis Mora escribiero­n para defender posiciones liberales; Juan Suárez y Navarro y José María Tornel para respaldar a los santannist­as; Lucas Alamán y Luis Gonzaga Cuevas para promover un ideario conservado­r.

La obra cúspide de la historiogr­afía nacional del siglo XIX, México a través de los siglos, no ocultaba su intención de mostrar una línea de continuida­d que presentaba a los gobiernos de Porfirio Díaz y Manuel González como herederos de un pasado heroico. Los discursos en las plazas conmemoran­do el 16 de septiembre tenían el mismo objetivo: mostrar a las personas que los escuchaban que debían su origen a los “grandes hombres”, como los que en ese momento gobernaban o aspiraban a hacerlo.

En el siglo XX la escritura de la historia en México tuvo, como el dios Jano, dos caras diametralm­ente opuestas. Los llamados “gobiernos de la Revolución” promoviero­n

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