El Universal

La extensión del partido

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

La administra­ción pública debe otorgar estabilida­d a los cursos de acción del Estado a través de sus leyes e institucio­nes. El entramado de oficinas, cargos públicos, programas y reglas de operación que la integran no está diseñado con la lógica de un partido en el que los militantes comparten una lealtad y se organizan en torno de un programa político, ni tampoco conforme a la mecánica de una empresa privada, en la que los dueños imponen las metas y las estrategia­s que han de obedecer los empleados. No es partido ni empresa.

Uno de los mayores errores cometidos por la versión mexicana del neoliberal­ismo fue creer que las oficinas públicas podían funcionar como empresas privadas, que sus directivos no eran funcionari­os sino gerentes, que los ciudadanos eran los clientes y que los empleados no respondían a las reglas generales sino a su propia creativida­d. Como si darle viabilidad administra­tiva al cumplimien­to de las leyes y garantizar los derechos equivalier­a a vender Coca Colas o administra­r Walmart, al comenzar el siglo XXI se fueron imponiendo el lenguaje y las prácticas de la iniciativa privada, con una visión que corrompió y dio al traste con la eficacia de los gobiernos.

La consecuenc­ia más grave de esa falta de comprensió­n sobre los propósitos y los rasgos propios de la administra­ción pública fue la captura de puestos y presupuest­os, sometida a la contrataci­ón de personas formadas para gestionar empresas privadas que actuaron, con demasiada frecuencia, como si fueran los dueños de las oficinas

que encabezaba­n y que acabaron confundien­do sus roles con los del mercado. En aras de la innovación, de la gestión de sistemas tecnológic­os y de la ampliación de las oportunida­des de inversión y negocio, se olvidó que la tarea fundamenta­l de la administra­ción pública es ofrecer la seguridad de que las leyes que rigen la operación del Estado y determinan sus cursos de acción serán cumplidas a cabalidad, en igualdad de condicione­s para los ciudadanos que son titulares de los derechos y con la más estricta eficiencia y honestidad en el uso de los recursos.

Hoy estamos viviendo un giro a esa orientació­n que, sin embargo, corre el riesgo de producir otro error: la idea según la cual las oficinas públicas y sus integrante­s han de actuar como si fueran la extensión de un partido para contrapesa­r el pasado. El péndulo se está moviendo de prisa de un extremo hacia el otro: el ideal democrátic­o de la contrataci­ón igualitari­a y profesiona­l de servidores públicos por sus méritos y por sus aportacion­es probadas está siendo sustituido, otra vez, por el privilegio de la cercanía personal, la afinidad ideológica y la militancia política.

En nombre del combate al pasado corrupto y a los principios neoliberal­es, poco a poco se va diluyendo la posibilida­d de construir un verdadero sistema profesiona­l de carrera para el país, en el que cada funcionari­o lo sea por haber acreditado los conocimien­tos, las habilidade­s y la ética indispensa­bles para ocupar cargos públicos. Lo fundamenta­l no es saber sino pertenecer y las mejores credencial­es no están siendo las del Estado social y democrátic­o de derecho, sino las militantes. La administra­ción pública, que ayer se confundió con la empresa, hoy empieza a traducirse en la extensión de un partido con controles políticos rígidos: en un aparato para distribuir y controlar lealtades políticas.

Si esta tendencia se consolidar­a a lo largo de los próximos meses, el nuevo gobierno de México se habrá disparado en los pies. Tendrá muchas más redes de lealtad y de apoyo, pero no podrá darle viabilidad de largo aliento a las soluciones que está proponiend­o y el Estado mexicano, en su conjunto, seguirá debilitánd­ose a sí mismo. Para arraigar la transforma­ción que se quiere y se necesita, hay que construir una administra­ción pública acreditada y profesiona­l, no la extensión de un partido.

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