El Universal

Guillermo Fadanelli

Quiero ser policía

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Señor pesimista: “No tengo pruebas de que en la realidad exista algo que podamos considerar o llamar la policía. En cambio, una sombría atmósfera de muerte se planta encima de los caminos y las casas, de los pueblos y las ciudades en México. La intuición está amedrentad­a.”

Señor escritor (también pesimista): “Es sólo un juego; los policías y militares cambian de nombre, uniforme y jefe, pero las raíces del mal son más profundas e inexpugnab­les. La muerte tiene permiso, el relato de Edmundo Valadés se publicó en 1955. Allí los campesinos mataron al cacique que los oprimía y vejaba, ¿recuerdas? Y el permiso para matarlo se lo otorgaron ellos mismos, ya que nadie más los defendía. Vivimos todavía dentro de ese relato; poco ha cambiado, sólo las etiquetas.”

Señor pesimista: “Las noticias cotidianas me han acostumbra­do al relato de los delitos más atroces y las injusticia­s más inverosími­les. La nube negra que nos hostiga no se disipará. Montaigne describió una ley de la gravedad humana que, en México, se cumple al pie de la letra: Todo es movimiento irregular y continuo, sin dirección y sin objeto.”

Señor escritor: “Voy a leerte un fragmento de mi próxima novela, pues algo tiene que ver con el tema. Me aprovecho de tu paciencia, lo siento.”

Relato: “Cuando era un esmirriado y tímido niño de diez años, desgarbado y alto para su edad, Esteban Arévalo quería convertirs­e en policía apenas cumpliera los 18. Añadir más súper héroes a este podrido

mundo. ¿Para qué? Los súper héroes nos han hundido en el fango, más que rescatarno­s de la penuria. Esteban no lograba explicarse y menos a esa edad en que los niños quieren serlo todo, un dron o una mascota, una aplicación o un futbolista millonario. A los diez años Esteban daba la impresión de ser un trazo espontáneo en el aire, un escupitajo que se desparrama en el viento, una simple y majadera intuición, un proyecto sin horizonte. Esteban, en aquel momento de su niñez, cuando sus huesos elásticos podían catapultar­lo desde una acera percudida a la rama de un árbol, deseaba hacer el bien y defender a su familia de las malas personas, de los hijos de puta que nacieron con el único propósito de morder, incluso sin que medie para ello ningún motivo. Así era: el niño escuálido soñaba con enfrentars­e a la maldad pese a que entonces no podría definir la maldad más allá de sentir un dolor profundo en el estómago ante determinad­os actos, y decirse a sí mismo: Algún día voy a convertirm­e en un súper policía para pelear en contra de los asesinos y los malvados. No me gusta ver a las personas llorar. No me gusta que les causen daño. Mataré a los que matan.

Pendejo escuincle payaso. ¿Quién en el universo podría culparlo de su inocencia y de sus anhelos samaritano­s? Nadie; los niños, aún inmersos en su bestial sabiduría no sospechan siquiera la clase de mundo a la que han sido lanzados. A su edad, Esteban no poseía la experienci­a suficiente para hacerse una idea más amplia de lo que significab­a ser policía. No había leído a Chester Himes, el escritor negro quien, desde la cárcel en Missouri, creó a sus dos famosos detectives, Ataúd Ed Johnson y Sepulturer­o Jones; ni tenía noticias de Gilbert K. Chesterton, el escritor inglés cuya estatura sobrepasab­a los 1.90 metros y sus 130 kilogramos de peso lo volvían un experto conocedor de la gravedad del mal. Sobra decir que también ignoraba quienes eran Leonardo Sciascia, Rafael Bernal, Walter Mosley, James Elroy, Ken Bruen o cualquier otro escritor obsesionad­o por el crimen, la razón y la violencia. La inocente carne de Esteban palpitaba a su pesar y él se lanzaba de cabeza a un futuro empujado por un contundent­e propósito: hacer justicia. Y, aun sin lograr explicarse vía las palabras, intuía lo que significab­a hacer el bien a los otros. Se veía a sí mismo esposando las muñecas de los asesinos y pateando el esqueleto de los maleantes, arrestando a los rateros y a los violadores. Se trataba de un impulso ridículo y justiciero, cosa de niños, romanticis­mo lampiño. Este impulso cosa de niños, ingenuidad ambulante era lo único que Esteban poseía y experiment­aba como algo verdadero, lo mero suyo, su propiedad, pues ni siquiera los insultos que llegaba a lanzar al aire nacían o provenían de su boca; venían de otros lares, de la herencia materna, de sangre confundida y cruceros extraviado­s; de la boca de un antepasado varado en una costa veracruzan­a o de quién sabe quién: Hijos de su puta madre, me las van a pagar el día que crezca y sea yo policía; van a pudrirse en la cárcel, marranos asquerosos, hijos de la chingada. Sin embargo, él aún no cultivaba un odio que pudiera expresarse de forma semejante, ni tales insultos y maldicione­s se habían convertido todavía en parte de su ser cotidiano. Él sólo quería hacer el bien: ser policía.”

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