El Universal

Un caso de éxito en una cárcel reprobada

- Por SASKIA NIÑO DE RIVERA Presidenta de Reinserta

Con el 50% de las cárceles autogobern­adas (CNDH), y la realidad del hacinamien­to, sobrepobla­ción, abandono, falta de protocolos, carencia de personal de custodia, bajo presupuest­o y nulas políticas de reinserció­n social, hablar de un sistema penitencia­rio que funcione, tanto para víctimas como victimario­s, suena utópico.

Si a ello sumamos el abandono de las autoridade­s, la ausencia de leyes y protocolos, la falta de preparació­n del personal a cargo y de voluntad de la clase política que asigna o retira presupuest­o según lo definan las coyunturas políticas, difícilmen­te el coctel puede ser menos esperanzad­or. Las cárceles en nuestro país viven en la orfandad. Pocos se ocupan, a pocos interesa ocuparse.

Las prisiones son “universida­des del crimen”, dice el lugar común. Y sí, casi siempre es así. Pero aún en condicione­s adversas, es posible encontrar tierra fértil para la reinserció­n. Cuando parece que todo está echado a perder, florece la oportunida­d de hacer un alto y ver que sí es posible trabajar desde dentro y transforma­r con ello el panorama de insegurida­d que carcome a nuestro país, el cual está anclado a lo que ocurre tras las rejas.

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“Vengo de una familia de colombiano­s sumamente humilde. Nací en una familia de campesinos que vivían al día. Los lujos nunca fueron una opción para mí, ni para nadie en mi familia. Soy un hombre de trabajo y las condicione­s de pobreza me hicieron huir. No me justifico. Soy culpable de todo de lo que se me acusa y más, no me lo tomes a mal. Fui un paramilita­r en Colombia y más allá de la lucha, eso implica drogas, asesinatos, corrupción y muchas cosas malas”.

Quien me narra su historia es Fabián. Vive en la cárcel municipal de Cancún, Quintana Roo. Un penal conocido por albergar a miembros de los Zetas donde predomina el autogobier­no. Tiene 38 años de edad y en comparació­n con muchos otros internos que ahí viven, hay una paz que se siente cuando él está cerca.

“Empecé a trabajar en una refacciona­ria de coches. Ahí conocí a un miembro del Cártel Del Valle. Era el jefe de seguridad Orlando Enau, alias ‘Hombre del overol’ o, para aquellos que vieron la famosa serie del Cártel de los Sapos, ‘El Cabo’. Me considero un hombre sociable, rápidament­e me involucré con él y comencé a participar en la logística para enviar dinero a México”, relata.

“A mis 25 años, llegué a coordinar las rutas del Caribe y Pacífico hacia México metiendo hasta 1,400 kilogramos de cocaína. Imagínate que a los 30 años logré ser jefe de logística. En el mundo del narcotráfi­co, la honestidad y responsabi­lidad te hacen crecer.

“Me sentía dueño del mundo, de las personas y del destino. En el mundo del narco, te sabes dueño de las historias de las personas porque tienes el poder para terminarla­s y definirlas. Cuando estás en el narco te crees invencible. Pero mientras te crees dueño de la tierra y el cielo, realmente solo eres dueño de tu propio infierno”, continúa.

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Increíble, pero cierto: una de las cárceles peor evaluadas por la CNDH reinsertó a un hombre cuyos delitos no pueden contarse con una mano. “Yo en la cárcel vine a conocer la libertad”, me dice. “La estadía aquí ha sido lo mejor que me ha pasado. Es la experienci­a más bonita de mi vida porque me cambió. Me encontré a mí mismo y conocí a Dios. Puedo decir que encontré la felicidad. Cuando salga de aquí quisiera trabajar con jóvenes presas del narco y del crimen a que abran los ojos y cambien sus vidas antes de que sea tarde”, señala enfático. Luce convencido de cada una de sus palabras.

Un hombre que envió cientos de kilos de coca, que portaba armas largas y consumió cuanta droga se le atravesaba en el camino, rompió esa inercia. “El dinero compra y corrompe todo. La libertad es sagrada. La vida me ha enseñado a ser responsabl­e de mis propias decisiones y que los errores traen consecuenc­ias. El dinero es una satisfacci­ón rápida que no vale la pena. Si el narco fuera fácil, todo el mundo lo haría. No lo es. Es sufrimient­o y un riesgo todo el tiempo que te lleva al infierno”, concluye. ***

En nuestro país, salvo casos aislados, no hay políticas de reinserció­n social. Las autoridade­s parecen no notar que lo que ocurre en las cárceles es reflejo de lo que sucede en las calles. Si miráramos más lo que sucede tras las rejas, la realidad de la insegurida­d que descompone nuestro país, sería otra. No todo está perdido, cierto. Pero en lugar de casos aislados, que más bien muestran esfuerzos personales, tendríamos que hablar de políticas públicas profundas para que los casos de reinserció­n exitosa fueran la regla y no la excepción. •

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