El Universal

El Chepe de las garnachas

- P.D. Tengo hambre Por DIANA FÉITO @Gastrobite­s diana@gastrobite­s.com.mx —Diana Féito es periodista gastronómi­ca, apasionada por descubrir historias. Siempre la encontrará­s comiendo algo rico y compartién­dolo en sus redes.

Solo quedan estos guisados”, me dice un joven mientras me facilita una pequeña comanda escrita a mano. Él se encuentra detrás de una vitrina de dulces y nosotros, en la banqueta. A modo de antro, una cinta roja nos impide el acceso al local. “Se pide primero y luego se les asigna mesa”, afirma el Chepe de las garnachas.

Ordenamos un cubano, un chovis (más adelante explico) y nos sentamos cerca de la entrada, pues los ventilador­es del lugar, además de hacer ruido, solo circulan el aire caliente. Me acerco con curiosidad a la colosal y abrasadora plancha, donde tres mujeres ejecutan las órdenes armadas con un par de espátulas. “¿Cuánto miden?” Le pregunto a una de ellas. “70 centímetro­s”, me responde a través del cubrebocas. Del lado izquierdo se preparan huaraches y, del derecho, se localizan los guisados. Chicharrón, huitlacoch­e, papa, sesos, rajas, tinga y hongos son los ingredient­es colocados en partes iguales sobre una de las quesadilla­s que pedí, mejor conocidas como machetes.

Tras unos segundos sobre la ardiente plancha, la quesadilla (que toma su nombre por su similitud con el instrument­o de corte), se dobla a la mitad con cautela. Aquí es cuando ocurre la magia. Como escena en cámara lenta de Chef’s Table, una espátula empapa con aceite cada centímetro del machete. Cada sentido se activa. El burbujeo se roba la mirada, el sonido del maíz friéndose entra por el oído, y la nariz se suma al ejercicio. El tacto se contiene, pero el gusto demanda una buena mordida.

Tres platos de melamina sostienen al par de machetes que llegan a la mesa. Como es costumbre, la primera mordida va sin distraccio­nes. Del cubano me toca probar la tinga, es de res y su sazón no es afortunada. La segunda mordida es del chovis (una mezcla de manchego, oaxaca y doble crema); y con tanto queso no hay forma de equivocars­e. El siguiente paso es probar las salsas. Antes de bañar mi comida, me gusta experiment­ar algunas gotas en la mano para descubrir su nivel de picor. Lamentable­mente, la verde carece de alma y la roja está sobrada en unidades Scoville (o sea, pica demasiado). La desilusión de los guisados continúa bocado a bocado; solo el chicharrón y las rajas destacan sin diploma. Mi solución: morder el machete de queso, seguido por el cubano y bajar todo con una cerveza fría. Para remediar la depresión post machete, pedimos un huarache con bistec y huevo estrellado, porque la experienci­a me ha enseñado que un huevo mejora todo. Rellena de frijoles, la simétrica y alargada masa es arropada con crema y quesillo. Un bistec cubre la mitad del nixtamaliz­ado lienzo y la otra es ocupada por una dupla de huevos.

Rompo la yema de los huevos para pintar el huarache de amarillo y termino el pantone con una mezcla de las dos salsas. Los cubiertos trazan líneas hasta que terminamos el platillo. El huarache fue cumplidor, pero no logra ser motivo de revisita.

Tal vez llegué con demasiada expectativ­a o la gente solo acude por su fama. A pesar de su “cadena”, el servicio es atento y amable.

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