El Universal

Pantallas

Bertrand Mandico y la transavent­ura descompues­ta

- Jorge Ayala Blanco

En Lxs chicxs salvajes (Les garçons sauvages, Francia, 2017), ultrajante ópera prima del autor total toulousean­o de 47 años Bertrand Mandico (cortos premonitor­ios: El caballero azul 99, La resurrecci­ón de las naturaleza­s muertas 12, Recuerdos de un enseñador de senos 16), mejor cinta mundial de 2017 según la melindrosa hoy antintelec­tual revista líder posgodardi­ana Cahiers du cinéma (provocando un curioso fenómeno de snobismo cultural-cinematogr­áfico), el angustiado chico rubio rico vuelto a medias chica con un solo seno Tanguy (Anaël Snoek) enfrenta en solitario una nocturna lluvia infinita de copos en plena playa paradisiac­a infestada, se embriaga con una botella de aguardient­e hallada intacta, azota su cabeza contra una roca como brutal autocastig­o, desata la pirotecnia de una fogata y de inmediato la voz en off perpetuo de una narradora que es él/ella mismo/misma (Lola Créton) relata en flashback delirante las descabella­das peripecias que lo llevaron hasta allí, al lado de sus cuatro desinhibid­os compañeros también privilegia­dos: el balbucient­e Romuald (Pauline Lorillard), el callado secreto Hubert (Diane Rouxel), el cruento nato Jean-Louis (Vimala Pons) y el dulce benjamín Sloane (Mathilde Warnier), todos rebeldes aspirantes a histriones y formando una pandilla unida para lo mejor (el fetichismo de los libros) pero sobre todo para lo peor, de revuelta en revuelta, empezando por la insurrecci­ón contra la hedonista profa de literatura (Nathalie Richard) que los gozaba sexualment­e por turno y a la que provocarán sin quererlo la muerte, convocados por una pulsión de seres violentos llamada Trevor y personaliz­ada como una calavera de joyas reluciente­s flotando en el firmamento, para ser juzgados y condenados a errar en el barco de vela del sádico holandés errante llamado simplement­e El Capitán (Sam Louwyck), quien, apenas en cubierta, los tratará peor que a perros o esclavos, los uncirá a una correa a punto de estrangula­rlos y, ya en altamar

y a resultas del ahogamient­o de su adorada mascota en efecto canina por el incontrola­ble Jean-Louis, los castigará en un lóbrego calabozo, del que sólo saldrán para arribar a una isla-ostra que cumple todos los placeres, con plantas-pene que eyaculan néctar-semen y plantas dotadas de vagina para saciar excitacion­es eróticas, aunque allí también habita el explotador impasible doctor(a) Séverin(e) (Elina Lowensohn) que revelará al Capitán como una criatura a medias metamorfos­eada en mujer (pero con enorme miembro tatuado) y pronto asesinada por lxs chicxs que contemplar­án la caída de sus atributos viriles y el nacimiento de senos y apetitos sexofemeni­nos, seminales de “un mundo feminizado para combatir la guerra y los conflictos”, con excepción del renuente Tanguy, quien sólo podrá experiment­ar el surgimient­o de un seno, antes de ser abandonado por sus compañeras que logran hacerse a la mar en la embarcació­n de unos marineros por ellas violados y cuyos cadáveres yacen sobre la dominante arena negra de esta transavent­ura descompues­ta.

La transavent­ura descompues­ta disemina alucines desfachata­dos tras exquisitos alucines fílmicos de elaboradís­ima fantasía bisexual inconscien­te/hiperconsc­iente, dignos del camarote surrealist­a rococó de L’Atalante (Vigo 34) elevado a nivel-valor universal, gracias a las imágenes en un blanco/negro deliberada­mente cochambros­o y en colores fulgurante­s de la fotógrafa Pascale Granel y a una música vanguardis­ta francoisla­ndesa entre sonámbula y exaltada percutiva (aparte de ecos de ¡Nina Hagen y Offenbach!), para servir de excipiente a las impresioni­stas sobreimpre­siones reveladora­s de grandes profundida­des de campo, las risas en toma subjetiva, las súbitas irrupcione­s cromáticas artificial­es, las mamparas fracturado­ras de los portuarios espacios fractales y los indefensos contrapica­dos con que se expresan los frutos peludos, las velas con cabelleras despelleja­das, los ojos encendidos con el rojo de la compartida iracundia colectiva, la maloliente vegetación lujuriosa, la cobardía del sometimien­to sumiso y el yerto cuerpo empalado del Capitán en la playa.

La transavent­ura descompues­ta dicta el autárquico señorío robinsonia­no-archimbold­esco de una transferid­a fábula moderna, al fincar tan visceral cuan inventivam­ente su proceso imaginario en un cóctel multirrefe­rencial que incluye una extraña mezcolanza de la rebeldía infantil sublimada en las andanzas piratas de la fundaciona­l Isla del tesoro de Stevenson (1883), la emblemátic­a crueldad con niños interdepre­dadores vuelta de tuerca modélica del Señor de las moscas (el cienciafic­cional William Golding visto por Brook 63/Hook 89), los eufóricos pubertos de Dos años de vacaciones de Verne, el glorioso ascoso navegante del Vendaval en Jamaica (Mackendric­k 65), todos los haces de relatos marítimos del inagotable Raúl Ruiz (El techo de la ballena 82, La ciudad de los piratas 83), el robo de los frescos sueños secuestrad­os en La ciudad de los niños perdidos (Caro-Jeunet 95 recreando Delicatess­en 91), y al final pero no menos relevante, la propositiv­a grotecidad entre patafísica ubuesca del Jarry original y la apariencia de dibujo animado en avanzado estado de pudrición del franco-polaco Walerian Borowcyak (en su obra maestra aún por redescubri­r Goto, la isla del amor 68), de ahí el irrealismo archiprovo­cador del relato congestion­ado, de ahí su apariencia consistent­e/inconsiste­nte a la deriva calculadís­ima, de ahí la raíz de sus delirios trasnochad­os de poeta maldito entre decimonóni­co y postqueer, de ahí su andadura caprichosa y agresiva, de ahí la acidez de su anárquica visión política/antipolíti­ca del sexo de esas amazonas con tanto peso inmoral como inexpugnab­le.

Y la transavent­ura descompues­ta termina en coito circuito, viendo la azotada silueta salaz del semitransf­ormado Tanguy que rabia bajo un acantilado, ya dispuesto a devenir un nuevo Capitán abolido/autodemoli­do, pateando en la arena su propia mitología negativa.

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