El Universal

¿Por qué no nos importan los asesinatos?

- Alejandro Hope alejandroh­ope@outlook.com. @ahope71

Los homicidios nos obsesionan. O al menos eso parecería si uno observa la cobertura mediática: los noticieros están inundados de sangre y la prensa escrita está colmada de historias de muerte.

La obsesión alcanza también al gobierno: actualiza a diario un conteo de víctimas, en paralelo a las cifras oficiales. La oposición no se queda atrás: cada reporte del Secretaria­do Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública o del Inegi es usado como prueba del fracaso de la administra­ción obradorist­a (o antes peñista o antes calderonis­ta).

Entonces, los homicidios nos importan. O tal vez no.

Hace unos días, Lilian Chapa, editora del blog de seguridad de la revista Nexos, hizo una pregunta muy pertinente en Twitter: “¿Pueden ubicar una estrategia de reducción del homicidio intenciona­l en su estado, ciudad o alcaldía?”. La respuesta es no: ni a nivel local ni estatal ni nacional, existen iniciativa­s específica­mente dirigidas a reducir el número de homicidios. A lo más, hay estrategia­s que buscan indirectam­ente atender el problema, sea por la vía de un combate genérico a la insegurida­d o mediante iniciativa­s de prevención social de las violencias. Pero nada que tenga como objetivo primario disminuir el número de asesinatos.

¿Por qué? Van algunas hipótesis: 1. Los asesinatos son hechos estadístic­amente poco frecuentes. El año pasado, según el Inegi, se registró una tasa de homicidio de 29 por 100 mil habitantes. Eso significa que uno de cada 3448 mexicanos fue asesinado. La probabilid­ad de contarse en la lista de víctimas fue de 0.03%. Incluso, si uno toma completo el periodo 2007-2018, el porcentaje de hogares mexicanos en el que uno o más de sus integrante­s ha sido asesinado es aproximada­mente 0.8%. En cambio, uno de cada tres hogares mexicanos tiene a algún integrante que ha sido víctima de

algún delito (no violento en su mayoría) en el último año. Dados esos números, no sorprende que se demande el combate a la insegurida­d genérica y no al homicidio en específico.

2. La violencia homicida afecta en altísima proporción a jóvenes pobres y con bajos niveles de instrucció­n formal. En 2018, 64% de las víctimas de homicidio, según el Inegi, tenía menos de 40 años. Dos de tres víctimas no pasaron de la secundaria. Este fenómeno se ceba sobre grupos demográfic­os con bajo peso político y baja visibilida­d mediática. No hay casi voceros de clase media (como sucede, por ejemplo, con el secuestro) que eleven el perfil de las víctimas. El resultado es la oscuridad.

3. En muchos casos, hay una condena moral a las víctimas. Se asume a menudo que alguien que acaba asesinado se lo merecía. Porque “andaba metido”. Porque es “entre ellos”. Porque es un “ajuste de cuentas”. Y si “andaba metido”, si era de “ellos”, si había alguna “cuenta” que ajustar, el incidente no amerita indagatori­a.

4. Las autoridade­s se declaran impotentes ante el fenómeno. En 2016, el delegado de la Secretaría de Gobernació­n en Baja California declaró que “eso [los homicidios] no lo puede evitar la autoridad porque no puedes poner un policía en cada esquina”. Esa es una manifestac­ión particular­mente franca de un sentimient­o que comparten numerosos funcionari­os: si la gente se quiere matar, es poco o nada lo que se puede hacer.

En resumen, los homicidios nos importan, pero no lo suficiente para hacer algo al respecto. Son algo que le sucede a “otros” y esos “otros” no cuentan políticame­nte. Además, es “entre ellos” y no hay nada que hacer para evitarlo.

El resultado: la parálisis y la falta de imaginació­n. Y una oleada de violencia que no parece tener fin. •

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