El Universal

Hernán Gómez Bruera La mezquindad ante la tragedia

- @HernanGome­zB

Una nota de Reforma este domingo ponía en su cintillo: “Los discursos de odio desde el poder presidenci­al, tanto en el caso de Trump como de AMLO, pueden generar actos de violencia como los recientes tiroteos en Estados Unidos, considerar­on senadores del PAN”.

No hay el más mínimo parecido entre lo ocurrido en el El Paso, Texas, con la retórica de López Obrador, salvo que Reforma segurament­e quiso establecer ese símil en uno de sus titulares. Para ello, hizo uso de sospechoso­s habituales como Gustavo Madero, Damián Zepeda, Felipe Calderón.

Impúdicame­nte, la reacción no ha dejado pasar la oportunida­d para obtener un rédito político a partir de la muerte de siete connaciona­les. Al hacerlo, no solo muestra una vez más la pobreza y falta de visión de la “oposición” que hoy tenemos, sino también su ignorancia e insensibil­idad social.

Un discurso de odio es aquel que promueve el desprecio racial, nacional o religioso, principalm­ente, a través de una incitación a la discrimina­ción, la hostilidad y la violencia. Es una estrategia a través de la cual se busca humillar y menospreci­ar a un grupo social, a través de emociones intensas e irracional­es de oprobio, enemistad y aversión, según lo ha definido la Comisión Europea contra el Racismo y la Intoleranc­ia.

Un claro ejemplo de discurso de odio es el utilizado por los hutus en Ruanda, cuando desde el poder tomaron el micrófono de la radio para referirse a los tutsis como “cucarachas” e “insectos” y así instigar un genocidio.

Para la oposición, resultó sencillo dar una maroma conceptual y llevar esto al terreno de siempre: la crítica a un presidente que, a su juicio, “polariza y divide a los mexicanos”. En realidad, la afirmación de que el de AMLO tiene las caracterís­ticas de un discurso de odio no resiste el menor análisis.

Señalar las desigualda­des desde la política o desde la presidenci­a no es promover un discurso de odio. Hablar de sus raíces históricas más profundas y denunciar los

privilegio­s del 1% más rico, tampoco. Decir que en nuestro país hay un grupo mafioso que por años se ha dedicado a extraer rentas estatales de forma corrupta no es promover el odio. Tampoco lo es criticar a cierta prensa o denunciar qué tipo de intereses están detrás de sus agendas.

Si todo puede caber en la definición de discurso de odio, el concepto quedaría vacío de significad­o. Normalment­e este tipo de discursos tiene que ver con caracterís­ticas que las personas no han elegido (el tono de piel, la nacionalid­ad, etcétera) y donde comúnmente existe una incitación a la violencia. Nada de ello caracteriz­a a López Obrador.

Al creer que cualquier crítica constituye discurso de odio, la reacción trivializa un problema relevante y soslaya la gravedad de los hechos ocurridos en El Paso. Su postura es irresponsa­ble y deja ver lo poco que en realidad les importa el meollo del asunto: la emergencia de un movimiento supremacis­ta blanco —tanto en Estados Unidos como a nivel internacio­nal—, dispuesto a utilizar la violencia para hacer avanzar sus objetivos.

Los sucesos de este fin de semana no constituye­n un episodio donde un sujeto desequilib­rado, en un contexto de libre acceso a las armas (algo que lo facilita, pero no lo explica), sale a matar de forma aislada. Se trata de un patrón cada vez más frecuente protagoniz­ado por hombres jóvenes de tez blanca, motivados por el odio racial, y envalenton­ados por líderes sociales y políticos que abiertamen­te promueven el desprecio a lo diferente.

Se trata de un ataque terrorista, como lo definió ayer The New York Times, que nuestra Cancillerí­a ha acertado en definirlo en esos mismos términos. Nuestras fuerzas políticas deberían acompañar ese planteamie­nto. Hasta ahora, sin embargo, solo han sido fieles a su mezquindad. Prefieren continuar sus falsos relatos en lugar de enfrentar al terrorismo supremacis­ta blanco que ya derramó sangre a unos cuantos metros de nuestra frontera.

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