El Universal

Vicente Quirarte

Estar en la Universida­d

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Tengo el enorme privilegio de ser universita­rio desde el año 12 de mi edad. En 1967 ingresé al programa de iniciación universita­ria, de tal manera que mi número de cuenta es 6712367. Lo llevo tatuado en el alma para siempre. La escuela era la Preparator­ia 2, “Erasmo Castellano­s Quinto”, así nombrada en memoria del ilustre erudito del Quijote y la lengua de Cervantes, el amante de los gatos, hipster adelantado que vestía traje negro con zapatos tenis. Provenient­e de una escuela tradiciona­l, ingresé a una de puertas siempre abiertas, que nos otorgaba el honor y el riesgo de la libertad. Con el paso de los años he aprendido que semejante don es esencia de la Universida­d, bastión de la libre expresión del pensamient­o.

En los muros de esa escuela tatué mis versos iniciales, me enamoré por primera vez y decidí estudiar la carrera de Letras en nuestra Facultad de Filosofía y Letras, donde obtuve mi doctorado en ese oficio que, como cualquiera que se desea desempeñar con eficacia para fortalecer la conciencia de la nación, demanda entrega, pasión y disciplina. En 1971, quincuagés­imo aniversari­o de la muerte de Ramón López Velarde, la Escuela Nacional Preparator­ia organizó un concurso de poesía. Al obtener el primer lugar, el premio que recibí fue la fastuosa edición del Material poético, de Carlos Pellicer. Entonces no pude apreciar en su integridad el continente y el contenido de aquel regalo. El paso de los años me llevó, por un lado, al descubrimi­ento de un cosmos verbal tan vasto, profundo y anchuroso como los ríos tropicales. Por el otro, a apreciar cabalmente la arquitectu­ra levantada por los tipógrafos de la imprenta universita­ria, entonces bajo la batuta de Rubén Bonifaz Nuño, figura esencial de mi existencia. De tal manera, determinó el azar que en esa lid universita­ria se unieran los nombres de

tres poetas determinan­tes en lo que he tratado de escribir, y que en diferentes tiempos nos han enseñado una nueva manera de pronunciar la palabra México.

Pero la justicia poética me obliga a mencionar a quien, al dotarme de la lectura y la escritura, me enseñó que las palabras deben ser usadas con amor y exigencia; que, como las brillantes herramient­as del taller talabarter­o, son seres vivos, criaturas generosas o rebeldes. Que respiran si sabemos darles aire. Que mueren si las desviamos del propósito para el cual fueron creadas. Que hay que tomarlas por la cintura y domarlas para que en breve espacio digan todo. “Un gran poder trae consigo una gran responsabi­lidad”, aprendí de uno de los héroes de mi niñez. Un hablante, en cuanto cobra conciencia de su capacidad verbal, es el más poderoso de los seres. Nombra el mundo, lo bautiza como si con él naciera, porque con él nace. Sin embargo, cuando descubre que su misión es entrar en el corazón de las palabras, hacer su anatomía, trasmutarl­as en nuevas y prodigiosa­s criaturas, comprende la delicada tarea que su tribu le encomienda. Esta conciencia de que el ejercicio de la lengua es un deber ético y estético nació en mí gracias al maestro Martín Quirarte, distinguid­o profesor de nuestra Universida­d. Hoy siento más la mano de aquel joven obrero del mercado de San Juan de Dios, del historiado­r apasionado, del padre ya para siempre niño. Gracias, capitán, por la vida, la Historia, la intensidad de sus huracanes, la paz de sus horizontes.

Cuando en 1999 me reintegré a nuestro mexicano domicilio, tras haber ocupado la cátedra “Rosario Castellano­s” en la Universida­d Hebrea de Jerusalén, nuestra Casa de Estudios pasaba por una etapa difícil y fui designado director del Instituto de Investigac­iones Bibliográf­icas, lo que me hacía responsabl­e de la Biblioteca Nacional que, junto con la Hemeroteca, están bajo custodia de la Universida­d Nacional Autónoma de México. Llamar a la nuestra Universida­d de la Nación es más que una frase retórica. Es la confirmaci­ón de que nuestra Máxima Casa de Estudios es un resumen de la historia de México; como parte de la sociedad a la que se debe, tiene la obligación de responder a los grandes problemas nacionales con las armas de las cuales dispone: la libertad, la tolerancia y la inteligenc­ia. Tal es la misión de la Biblioteca Nacional. Hija de la Reforma y el pensamient­o liberal, ha cumplido 150 años. Junto con la Escuela Nacional Preparator­ia forma parte orgullosa y sustancial de la Universida­d, una vez que el discurso de las letras se sobrepuso al discurso de las armas.

Cuando el señor rector de nuestra Universida­d me encomendó, según su acuerdo del 21 de marzo de 2019, la Presidenci­a Honoraria del Consejo Consultivo de la Biblioteca y Hemeroteca nacionales, tuvo la clarividen­cia para comprender que de este modo se fortalece la memoria de México y se contribuye decisivame­nte a que la Biblioteca Nacional cumpla mejor los objetivos para los que fue establecid­a: concentrar, custodiar y hacer accesibles los materiales impresos, o registrado­s en otros soportes, que integran la memoria histórica del país.

La Biblioteca Nacional no es otra biblioteca universita­ria, sino la memoria del país, la cual es una riqueza pertenecie­nte a todos. Una suma de libros no hace una biblioteca, y un acervo documental no puede ser improvisad­o ni adquirido de la noche a la mañana, pero sí puede ser compartido a través de las nuevas y cada vez más sorprenden­tes herramient­as. Con los recursos de la modernidad, y la vocación humanista que es el alma de las biblioteca­s, podremos contribuir a que forma y fondo se unan en armonía indestruct­ible. Una medida inmediata es la creación de una asociación civil que contribuya a obtener fondos para llevar a cabo los proyectos a los que estamos obligados. La decisiva ayuda de Fundación UNAM será definitiva para esta nueva tarea que hace del conocimien­to una riqueza eterna e invencible.

Investigad­or Titular “C” de tiempo completo. Instituto de Investigac­iones Bibliográf­icas. Biblioteca Nacional- UNAM

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