El Universal

Mauricio Merino

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

“Sería muy razonable reducir recursos a partidos, pero que todos estén parejos. Ni un peso más a nadie para asegurar la pluralidad política”.

La opinión en contra del elevadísim­o costo que pagamos por el financiami­ento a los partidos es casi unánime. Quienes intenten defender esas erogacione­s, cualquiera que sea su argumento, corren el riesgo de ser molidos a palos por el respetable. Y no faltan razones: no sólo es excesivo el monto que reciben, sino que además es muy caro vigilarlos, gestionar sus pugnas y enfrentar las trampas que cometen elección tras elección.

Y si todo esto fuera poco, habría que añadir el desprestig­io público que cargan por los magros resultados que ofrecieron mientras acrecentab­an sus espacios de poder. Ya se ha dicho en otras ocasiones: los partidos políticos que emergieron de la transición del siglo XX se convirtier­on en los juniors de la democracia. ¿Y quién querría seguir pagándole a esos juniors sus caprichos, sus travesuras y sus nanas?

A diferencia de 1996, cuando el financiami­ento a los partidos se agigantó con la reforma electoral —aquella que se presentó como “definitiva”— con el propósito explicito de dotar al PRI de recursos suficiente­s para mantener vigente su estructura electoral sin hacer uso descarado de las oficinas y del personal de los gobiernos (que era la condición sine qua non de las oposicione­s para pactar esa reforma), hoy el recorte de los medios otorgados a todos los partidos le vendría como anillo al dedo al partido del gobierno, que gira en torno del presidente López Obrador y que, para ganar elecciones, no necesita tanto una estructura propia (que de activarse sola podría serle

contraprod­ucente), cuanto asegurar que los dineros entregados por el gobierno federal lleguen hasta los últimos rincones del país sin más intermedia­rio que el líder único e indiscutib­le de Morena.

Al final del siglo XX, el reparto de recursos millonario­s le permitió al presidente Zedillo honrar su compromiso de “guardar una sana distancia” con el partido que lo postuló a la Presidenci­a, mientras que a las oposicione­s les convenía hacerse de los medios suficiente­s para competir con el PRI en condicione­s más equitativa­s. En aquel momento todos se dieron golpes en el pecho por las cantidades de dinero que recibirían, pero todos las tomaron. Y la verdad es que esos recursos multimillo­narios les ayudaron mucho al PAN y al PRD para arrebatarl­e cargos a su adversario principal. Pero ese caudal no sólo desnatural­izó la contienda electoral para convertirl­a en un mercado, sino que además exigió más y más y más dinero, viniera de donde viniera. Por eso, hoy esas tres siglas están lidiando con la crisis que ellos mismos generaron y carecen de argumentos para oponerse a la solicitud de austeridad propuesta por el presidente López Obrador que, en sus términos, podría anularlos por completo.

Lo único que podrían pedir, en mi opinión, es que el recorte empareje a todos y que se honre la más pulcra equidad en las condicione­s futuras de la competenci­a. Que todos reciban exactament­e la misma disminuida cantidad: que no haya un solo peso del sector privado y que todos tengan las mismas prerrogati­vas para hacer campañas. Ya que Morena no competirá como partido autónomo sino como brazo electoral del presidente y ya que no dependerá de sus campañas sino del éxito de la narrativa y del alcance de los programas del gobierno, sería muy razonable pedir a cambio la equidad total de la contienda: todos abajo, pero todos parejo; ni un peso más a nadie, para asegurar que la pluralidad política —la que haya— se manifieste por la expresión de las ideas y por la calidad de las campañas y las candidatur­as, y no por la desigualda­d de los medios entregados para ganar votos.

Si de veras queremos reconstrui­r la democracia sobre la base de la pluralidad y no de la unanimidad, hay que empezar de nuevo: lo mismo para todos y bajo las mismas condicione­s. Que el resultado no dependa del dinero, sino de los electores.

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