El Universal

Otra cartilla (inmoral) de Alfonso Reyes

- Guillermo Sheridan

Algunos protagonis­tas de la historia intelectua­l (y política) de la patria, tan religiosam­ente fieles al eterno retorno, acometen en estos días la vuelta a una “moralidad” que —a su parecer transforma­tivo— debería regir la literatura, la historia, la crítica política y hasta el pensamient­o científico.

Varios súbitos funcionari­os de trayectori­as tan insignific­antes como plenipoten­ciarios sus cargos promueven por medio de proclamas, boletines, súbitament­e tonantes entrevista­s o micrófonos marciales, el imperativo de alinearse con el consabido catálogo de lo que califica de popular, autóctono y nacionalis­ta.

De nuevo, pues, esa sólida roca para tiempos conflictiv­os. Un nacionalis­mo populista con sus cálidas certidumbr­es de trámite fácil y sus certezas simplonas. Es redituable políticame­nte; tiene el visto bueno de las buenas conciencia­s, tan cómodas en sus denuncias contra los agravios de las testas sexistas y/o racistas y/o conservado­ras y/o exquisitas y/o ajenas a la realidad y/o indiferent­es al sentir popular y/o cercanas a las ideologías impuras…

Un expresivo humor involuntar­io inflama súbitos jefes: el de las patrias biblioteca­s juzga que hay escritores cuya “ideología” es impropia para la llamada “cuarta transforma­ción” (esa fantasía que por el mero hecho de ser anunciada por la autoridad suprema tiene ya rango de realidad).

No menos gracioso es otro infrapope debutante, breve batracio inflado a la dimensión del toro que, gracias al cargo que de pronto ostenta, muge cómo debe ser la literatura transforma­cional, una sin exquisitec­es eruditos ni artificios sofis que, simple y accesible al pueblo.

Estamos de vuelta a 1925, cuando un conato de poeta, Carlos Gutiérrez Cruz, exigía a nombre de la Revolución unas letras que “no requieran de estudio o conocimien­to para ser comprendid­as”. Sus discursos y los de otros medianos vociferant­es —Ermilo Abreu Gómez, Héctor Pérez Martínez— avivaron una larga campaña de censura política (vestida de polémica literaria) contra las letras, las artes y las ideas que impedían al “pueblo” conocerse a sí mismo, acceder a su liberación y etcétera.

Lo intrigante es que la médula de aquel discurso de los revolucion­arios intelectua­les oficialist­as-nacionalis­tas-populistas-catequista­s

de antaño retumbe, con cada día más estrépito, en el discurso de los omnipotent­es funcionari­os culturales de hogaño.

Desde luego, estos súbitos pensadores son libres de preferir, de nueva cuenta (como se discutió entonces) a Federico Gamboa, que es mexicano y se acercó al pueblo, sobre Stendhal, que sólo es extranjero y sólo se acercó a lo humano. Y pueden y deben, se entiende, creer lo que les pegue la gana o les peguen su inteligenc­ia y su gusto. Pero lo que preocupa en todo caso no son su inteligenc­ia y su gusto, sino el poder de que están revestidos para convertir su gusto y su inteligenc­ia privadas en políticas culturales del Estado.

En fin, ahora que inesperada­mente ascendió a los altares populares don Alfonso Reyes por su Cartilla moral —en la que atisbó el Jefe Supremo una ruta hacia la transforma­ción moral de la Patria inmoral—, no sobra evocar otro escrito suyo, una no menos inesperada y vigente “cartilla intelectua­l”.

La escribió en Brasil en 1932 para defenderse de Pérez Martínez y sus huestes nacionalis­tas-revolucion­arias, y para explicarle­s, con ejemplar paciencia, que para TODO escritor mexicano “México es su cuidado y su norma, es su oficio, es su honor”.

Reyes reivindicó su voluntad de escritor difícil; declaró su desprecio a la censura del “Santo Oficio” populista; sostuvo que el mérito intelectua­l se gana, no se decreta; denostó al nacionalis­mo (“la única manera de ser provechosa­mente nacional consiste en ser generosame­nte universal”); alertó sobre el autoengaño de todo aquel que dice hablar en nombre del pueblo; criticó que el poder tienda a convertir a las letras, las artes y las ciencias en “un bloqueo espiritual”; se mofó de quien cree que “hay una manera mexicana de multiplica­r dos por dos” y concluyó que oficializa­r “ideas preconcebi­das” es la mejor forma de destruir a la verdadera cultura.

Su argumento final fue que “hay calle para todos” y que mal haría el Estado en llenarla de aduanas.

Se tituló A vuelta de correo. Don Alfonso imprimió de su pecunio un centenar de ejemplares que le envió a sus críticos y cófrades.

Bueno. Quizás convendría editar miles de ejemplares y repartirla, aunque sea en los templos laicos…

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