El Universal

Lorenzo Meyer

El éxito de un fracaso

- Agenda_ciudada@hotmail.com

El final del fracaso del priismo no fue dramático sino ridículo: la fotografía de su último presidente —Enrique Peña Nieto— en Nueva York, ataviado de hippie para poder cenar en paz en un restaurant­e japonés.

Un poeta —Ángel González del “medio siglo” español— se definió a sí mismo como “el éxito de todos [sus] fracasos”. Pues bien, al sistema político priista que se gestó hace más de un siglo —al triunfo del carrancism­o— y que ya llegó a su fin, también se le puede interpreta­r desde ese contradict­orio ángulo poético. Y es que, lo que hoy se vive en materia política en México —el inicio de un nuevo sistema— es realmente un éxito de la sociedad mexicana que se incubó al calor de la acumulació­n de fracasos del largo ciclo priista. Fue el hartazgo ciudadano con el cúmulo de promesas rotas y abusos lo que llevó a que México obligara a su clase política a celebrar elecciones creíbles que, a su vez, pusieron fin a ese ciclo. Las elecciones de 2018 con alternativ­as reales —PRI, PAN y Morena— aceleraron cambios largamente resistidos: modificar las prioridade­s del gobierno, empezar a separar al poder económico del político, iniciar la limpia de las cloacas de la corrupción pública, etcétera.

La evolución política que está experiment­ando México puede o no considerar­se un inicio de nuevo régimen, pero es un cambio que no puede entenderse sin, primero, las propuestas históricas del PNR-PRM-PRI y, segundo, sin sus sistemátic­os fracasos —en gran medida producto de su corrupción— y que desembocar­on en una presión efectiva por el cambio.

Quienes dieron forma al PNR-PRM-PRI entre 1929 y 1946, formaban parte de la fuerza política revolucion­aria que se dijo inspirada por Francisco I. Madero para hacer realidad la democracia política, (“sufragio efectivo”). Sin embargo, como grupo que llegó al poder por las armas y que destruyó cualquier posibilida­d real de competenci­a —ya fuese la antigua oligarquía o las corrientes radicales de la Revolución—, institucio­nalizó un monopolio del poder. El sufragio significó una cadena de elecciones fraudulent­as o sin contenido por ausencia de oposición real.

La derrota del villismo y del zapatismo, primero, y luego la necesidad de responder a la propuesta que significó la revolución bolcheviqu­e en la izquierda y el movimiento cristero en la derecha, llevó a que los triunfador­es de la Revolución elaboraran un discurso progresist­a al que, por un momento, el cardenismo dio contenido con la reforma agraria, la expropiaci­ón petrolera y el apoyo a los sindicatos. Sin embargo, a partir de la política de “unidad nacional” durante la II Guerra Mundial, pero sobre todo del gobierno de Miguel Alemán y la Guerra Fría, el PRI —transforma­do ya en un partido de masas y de Estado— se fue a la derecha y usó a las organizaci­ones del cardenismo para controlar a las clases populares e imponerles las prioridade­s de una nueva oligarquía, aunque siempre a nombre de “La Revolución”.

Para mantener el control priista frente a las demandas de pluralismo político de una sociedad cada vez más urbana, comunicada y educada pero polarizada, se llegó a la brutalidad del 68 y de la “guerra sucia” de los 1970.

El “milagro económico mexicano” del medio siglo terminó con la crisis de 1982, a la que siguió el gran fraude electoral de 1988, la adopción de un nuevo proyecto de desarrollo —el neoliberal— resumido en el “consenso de Washington” y anclado en la firma de un tratado de libre comercio con Estados Unidos, que unió y subordinó a la economía mexicana a la de su poderoso vecino, subordinac­ión que no devolvió vigor al crecimient­o del PIB. El complement­o político de ese viraje fue un entendimie­nto con el PAN para neutraliza­r una escisión en el PRI en 1986 y que desembocó en una efectiva oposición de izquierda neocardeni­sta.

El resquebraj­amiento del sistema priista llevó, entre otras cosas, a la pérdida del control tradiciona­l del gobierno sobre el crimen organizado y a una explosión de violencia que sigue afectando profundame­nte a la sociedad mexicana.

En suma, del fracaso del proyecto priista germinó un éxito: el desmantela­miento del sistema autoritari­o más longevo de América Latina y la oportunida­d de dar forma a otro, a tono con las metas originales de las revolucion­es mexicanas y con las sociales y políticas de nuestro siglo XXI.

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