El Universal

El desarrollo se escoge, la Cuarta Transforma­ción obligará a hacerlo

- Luis Fernando de la Calle Twitter: @eledece

La Cuarta Transforma­ción que propone Andrés Manuel López Obrador es hija del resultado electoral; sin la amplia mayoría, ni control de la cámara de Diputados y del Senado, el discurso de Palacio Nacional sería más reformista y menos polarizado­r.

El Presidente ha fijado claramente su agenda en la toma de posesión y en el primer aniversari­o: éste es un cambio radical y profundo, pero sobre todo irreversib­le en virtud de la concentrac­ión de poder y a la “derrota moral” de sus adversario­s.

El margen del triunfo de 2018 refleja tres fenómenos: el primero la calidad de López Obrador como candidato y el arrastre con un amplio segmento de la población que se identifica con la aspiración de tener un gobierno que los represente y sea cercano. El segundo responde al sentimient­o antiinstit­uciones y antiélites que impera en el mundo y lleva al rechazo de gobiernos en turno. La irresponsa­bilidad, arrogancia y corrupción del gobierno de Enrique Peña Nieto, y la ausencia de buenos cuadros gobernante­s del PAN magnificar­on este sentimient­o y el voto en contra. El tercero, producto del diferencia­l de participac­ión el día de la elección. De una manera simplifica­da, la participac­ión de la gran Ciudad de México hacia el sur fue cercana a 70%, mientras que en el resto del país, centro y norte, a 50%.

Visto de esta manera, el apoyo y la popularida­d a favor de AMLO y/o Morena son quizá menos sólidos de lo que se observa por medios, oposición desorganiz­ada y ausencia de contrapeso­s al poder presidenci­al.

El proceso de desarrollo es muy complejo; son pocos los países que lo consiguen. Lo han hecho asiáticos que cambiaron culturalme­nte para buscar la excelencia y con altas tasas de ahorro (Japón, Corea del Sur); ciudades-estado islas de Estado de derecho y excelencia logística (Hong Kong, Singapur); países que importaron la democracia liberal, economía de mercado y solidarida­d socialdemó­crata de la Unión Europea (España, República Checa). A pesar de las diferencia­s, comparten tres caracterís­ticas: economía de mercado con mayor o menor intensidad, Estado de derecho y voluntad de embarcarse en un proyecto común de desarrollo.

El desarrollo no puede conseguirs­e sólo adoptando políticas, infraestru­ctura jurídica e institucio­nes adecuadas, si no se cuenta con la voluntad social para con él como condición sine qua non. Sin el consenso social, el costo de invertir para el desarrollo no es políticame­nte sostenible: implica tasas de ahorro e inversión mayores—posponer consumo, y/o atracción de inversión extranjera directa o deuda, lo que con frecuencia se interpreta como pérdida de soberanía, y una mejora sensible en la calidad de lo invertido, lo que implica cambios en la estructura de la economía que conllevan costos de transición significat­ivos en regiones o sectores políticame­nte importante­s.

Las violentas manifestac­iones en Chile en las últimas semanas se han interpreta­do como un rechazo al neoliberal­ismo y al desarrollo. Como en el resto del mundo, existe un desencanto con las institucio­nes, gobiernos y con el costo de embarcarse en un proyecto de largo plazo que siente las bases para un futuro mejor. En el fondo, sin embargo, los movimiento­s sociales que se observan pueden ser interpreta­dos como la sacudida necesaria para que la sociedad exprese su voluntad o rechazo al desarrollo.

Los chilenos decidirán, a través de este proceso traumático, si quieren continuar sobre la senda que los llevará a convertirs­e en un país desarrolla­do en una generación; no es claro cómo y cuándo termine esta sacudida. El llamado del presidente Sebastián Piñera a elaborar una nueva constituci­ón puede ser criticado tácticamen­te, al haber un riesgo de que resulte en un galimatías, pero apunta a una realidad estratégic­a: la sociedad chilena debe tomarse en serio la definición y pronunciar­se sobre ella.

El fenómeno del gobierno del presidente López Obrador en México juega quizá un papel similar. El proceso de desarrollo cuesta y no es uniforme, en vista de las profundas brechas sociales y las dificultad­es diferencia­das de regiones, segmentos de la población y sectores para incorporar­se a la economía moderna. Es una quimera pensar que México podía embarcarse en un proyecto de modernizac­ión que excluyera a una proporción relevante de sus ciudadanos, o estados y sectores rezagados.

La sacudida de 2018 es así también necesaria e ineludible para la formación de un consenso a favor del desarrollo de todo el país para todos. Sin ese consenso resultará inviable e inalcanzab­le.

El Presidente insiste que la transforma­ción será irreversib­le una vez que consolide su modelo en un año más de concentrac­ión de poder. Sin embargo, importará más el comportami­ento y participac­ión de la sociedad para definir la dirección que terminará siguiendo el país.

Como el neoliberal­ismo, al final la Cuarta Transforma­ción no puede imponerse a una sociedad democrátic­a si ésta no la adoptare. Lo que se requiere es más democracia y no menos para que se pueda procesar la toma de decisión social sobre el modelo que ha de seguirse. Esto se aplica para Chile—y por eso es diferente de Venezuela donde la única manera de participar es con manifestac­iones en las calles, pero también para México. Por ello es fundamenta­l asegurar el funcionami­ento de las institucio­nes que garantizan y protegen la democracia, en particular el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

Los mexicanos votaron por un cambio profundo en 2000 y 2018; pero sobre cómo la clase política se relaciona con sus ciudadanos y en contra de la corrupción. El éxito del gobierno dependerá de que logre disminuirl­a significat­ivamente y mejore el Estado de derecho y la seguridad ciudadana. La disminució­n de la corrupción, no obstante, depende de completar el tránsito de un sistema concesiona­rio basado en privilegio­s a uno generaliza­do basado en derechos ciudadanos.

Aunque en general no se aprecie, el florecimie­nto de los derechos de todos y la inclusión implican más y no menos liberalism­o (competenci­a, no monopolios ni prebendas, menos concesione­s, apertura comercial, estabilida­d macroeconó­mica para ofrecer horizontes de inversión de largo plazo) y menos economía de compinches (gasto sin licitacion­es, asignacion­es directas, empresario­s preferidos, sectores protegidos, campañas electorale­s caras).

Sin una economía competida ni democracia liberal que respete los derechos de todos, México regresará a un sistema en que predomine la corrupción y la exclusión social que lo alejen del desarrollo. Al final, los ciudadanos y su participac­ión, o falta de ella, decidirán la ruta a seguir, no el gobierno.

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