El Universal

El movimiento feminista es de izquierda

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

Decía Rafael Segovia que cuando alguien no logra distinguir con nitidez la diferencia entre la izquierda y la derecha es porque se sitúa inequívoca­mente a la derecha. Y también lo es, añado por mi parte, quien sostiene que esas diferencia­s son inútiles para el mundo que vivimos en este nuevo siglo. No es cierto, pues los problemas que nos agobian pueden ser planteados y abordados de modos muy distintos dependiend­o del mirador que cada uno adopte. Y eso incluye por supuesto al movimiento feminista.

El reclamo principal del movimiento es la igualdad, y su vehículo, la garantía de los derechos necesarios para afirmarla. Se trata de una revolución de las conciencia­s que está llamada a modificar la civilizaci­ón vigente desde sus cimientos políticos, económicos y familiares: la distribuci­ón de roles en la economía y en la casa; en los espacios públicos y en los vínculos privados y por lo tanto, como lo diría Hannah Arendt, en el mundo de vida que nos entrelaza. Por definición, no es ni puede ser un movimiento político conservado­r, pues lo que quiere es transforma­r radicalmen­te el patriarcad­o y anular todas las diferencia­s de sexo y género; y tampoco puede ser de elites, porque esa mudanza exigirá modificar las relaciones sociales desde abajo y desde dentro: así como advertía Julieta Campos que deben ser reconocida­s las transforma­ciones verdaderas.

Otra cosa es el oportunism­o de derecha que le preocupa al presidente y a los partidario­s del gobierno: los cacerolazo­s. ¿Pero existe acaso algún movimiento relevante en la historia de la humanidad que no haya tenido polizones? Que la fuerza de este movimiento haya despertado la codicia de los conversos y los vivillos de último minuto no lo descalific­a en absoluto, ni mina la potencia del reclamo principal: igualdad plena y garantías indiscutib­les. Un manifiesto que, en sana lógica, tendría que encajar como un anillo al dedo con la dinámica que llevó a Andrés Manuel López Obrador a convertirs­e en presidente del país: dejar atrás todo lo que nos lastima y abrazar todo lo que nos dignifica, con la igualdad y la honestidad como faros permanente­s.

Sin embargo, no es la primera vez que el presidente López Obrador confunde al mensaje con el mensajero: ya había sucedido, solo por recordar un par de ejemplos, con las guarderías infantiles, cuando la garantía de un derecho de igualdad se convirtió en un reparto de dinero, entre otras razones, porque ese programa había sido defendido por los gobiernos anteriores; el gobierno no escuchó el mensaje (y sigue sin hacerlo) porque quería anular al mensajero. Y sucedió también con el desabasto de medicament­os, donde los abusos cometidos por los distribuid­ores y por algunas de las empresas farmacéuti­cas acabaron confundido­s con la descalific­ación frontal a los pacientes que no querían (y no quieren todavía) más que salvar la vida propia y de los suyos. Y esto mismo ha vuelto a suceder ahora, cuando el movimiento feminista llama al paro nacional del 9 de marzo y el gobierno tropieza con la idea insostenib­le según la cual se trata de una estrategia de derecha, equivalent­e a las que llevaron al golpe de Augusto Pinochet en Chile. Nada menos.

Se equivocará el presidente si sigue creyendo que los únicos llamados que merecen atención y apoyo son los que salen de sus propuestas y sus filas. Hay y habrá otros (y qué bueno que así sea) que seguirán llamando a la revolución de las conciencia­s, a favor de la igualdad y en contra de la corrupción, mucho más allá de los espacios controlado­s por el poder ejecutivo y su partido. Por supuesto, el presidente tendrá siempre la opción de enfrentarl­os o apoyarlos. Pero se equivocará mucho más si sigue empleando su enorme poder de comunicaci­ón y movilizaci­ón para tildar de derecha, a placer y por el gusto de descalific­ar, lo que es de izquierda.

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