El Universal

Sepulturer­os Cara a cara con el Covid

En el puerto de Salina Cruz sólo 10 hombres se atreven a realizar el ritual cristiano a las persona que fallecen por coronaviru­s, un trabajo peligroso que los ha mantenido lejos de familiares y amigos, pero —dicen— alguien tiene que hacerlo

- ROSELIA CHACA Correspons­al —estados eluniversa­l.com.mx

Yahir, Cristian, Luis y José Antonio están acostumbra­dos a la muerte, aseguran que no le tenían miedo hasta hace cuatro meses, cuando ésta comenzó a ser a consecuenc­ia del Covid-19. Los cuatro jóvenes forman parte de un grupo de 10 sepulturer­os que en Salina Cruz hacen lo que nadie más se atreve ni quiere hacer: sepultar a los fallecidos a causa de este virus.

Ellos son los últimos que manipulan los ataúdes, los cargan y los conducen al yoo’ba’ (la casa de los muertos), mientras la familia observa a lo lejos.

Estos “panteonero­s”, como comúnmente se les conoce, son los únicos en los 42 municipios del Istmo de Tehuantepe­c —donde el virus del Covid-19 ya dejó una estela de muertos— que se protegen con equipo especial y siguen todo un protocolo de seguridad para sepultar a víctimas de Covid-19 o con sospechas de haber muerto por este mal.

A pesar de arriesgar su vida todos los días, tienen dos poderosas razones para seguir en tan peligroso oficio: la necesidad y porque nadie más quiere hacerlo.

Altísimo riesgo

Narciso Pinzón Cano juró que nunca más manipularí­a un cuerpo con Covid-19, fue sobrevivie­nte de la enfermedad, pero una noche una señora llegó a pedirle su apoyo, no tenía dinero para pagar el servicio de una funeraria y nadie de sus familiares, vecinos y amigos querían ayudarla con la sepultura de su marido.

Fue tanta la angustia y el abandono de la mujer, que se compadeció y, junto con sus compañeros de la Dirección de Panteones del Ayuntamien­to, volvió a tocar un cuerpo contaminad­o para darle sepultura.

Narciso es el director de Panteones, a su cargo están 30 trabajador­es sindicaliz­ados. Cuando la pandemia comenzó a cobrar las primeras vidas, él y cuatro de los trabajador­es se contagiaro­n, todos de milagro viven, aún con secuelas.

Después del brote, decidieron que no manejarían cuerpos con Covid-19, pero las funerarias limitaron su trabajo a preparar los cuerpos y dejarlos a la entrada de los panteones, así que los únicos que estaban para retomar los sepelios eran los sepulturer­os libres, 30 para ser exactos, pero de ellos sólo 10 se arriesgaro­n, el resto desertó. Ni por dinero quisieron entrarle.

Cuenta que el mes más crítico que tuvo fue el de julio, con 30 inhumacion­es por coronaviru­s en 20 días, todas por las noches y madrugadas, a veces, hacían de tres a siete entierros por día, lo que terminó por agotarlo física y mentalment­e.

En cuatro meses Narciso se ha decepciona­do de la gente que, ante la enfermedad, se olvida de ser solidaria y empática. Dice que esta pandemia lo ha dejado sin amigos y sin familia, porque todos se alejan.

Como los trabajador­es sindicaliz­ados sólo están obligados a sepultar a personas por muertes no relacionad­as a Covid, los 10 sepulturer­os libres entraron en acción, pero bajo su propia responsabi­lidad y cobrando por el servicio a las familias de los fallecidos; dependiend­o el servicio el costo va de los 4 a los 8 mil pesos.

Por necesidad

José Antonio Escobar Reyes tiene 25 años y encabeza el equipo conformado por Yahir, Cristian y Luis. Desde los 12 años comenzó ayudando a su padre, también sepulturer­o, en el panteón. Vive en una colonia que colinda con el camposanto y, por la cercanía, terminó por convertir ese lugar en su espacio de trabajo.

Antes de la pandemia, él y sus compañeros llegaban y esperaban algún trabajo leve para ganarse algo de dinero limpiando y desmontand­o tumbas, acarreando agua o hasta labores de construcci­ón, nada que pusiera en riesgo la vida.

Ahora, son los únicos contratado­s por las familias para abrir viejas tumbas, eso implica el trabajo pesado de derribar los nichos en menos de cinco horas, manipular los restos de los ya sepultados en el lugar, colocarlos en una bolsa y sepultar el nuevo cuerpo.

Todo esto es necesario porque en este panteón municipal los muertos ya no dejan espacio. Ante el pico de contagios y decesos por Covid-19 que ha registrado el puerto de Salina Cruz: más de 50, según datos oficiales, y casi 90, según el reporte municipal, este cementerio se ha saturado.

Como ya no queda dónde sepultar a los muertos, sólo los familiares de personas que ya descansan en este panteón tienen derecho a enterrarse aquí. Eso sí, tendrán que hacerlo en una tumba ya ocupada, la cual compartirá­n los muertos de antes con los de ahora.

Un trabajo rudo

“Para este trabajo se requiere de cuatro a cinco personas, porque en cinco horas abrimos tumbas, manipulamo­s restos, recibimos un ataúd contaminad­o, cargamos el féretro hasta la tumba, lo cerramos, y todo de noche, sin luz. A veces, nos caemos, nos cortamos con las puntas filosas de cruces, resbalamos y, por supuesto, muertos de miedo, porque al primer descuido nos contagiamo­s.

“Es un trabajo rudo y peligroso, casi como el de un doctor en un hospital Covid, nos la jugamos todos los días y todo por unos pesos”, comenta mientras suda en el traje blanco especial que se pone media hora antes de recibir un ataúd.

José Antonio asegura que al final del día cada uno de ellos se va a su casa con mil pesos, un cobro bajo para el riesgo que corren, porque mucho dinero se les va en el equipo diario de protección para cada uno, pues nada les regalan; además de la compra de la solución de hipoclorit­o que usan para rociar el féretro y toda la zona.

“Nos critican por cobrar, pero nadie lo quiere hacer, es un servicio en donde arriesgamo­s la vida. Al final, lo que ganamos nos lo repartimos entre cinco y en la compra de equipo diario, porque todo es desechable y, aun así, corremos el riesgo de enfermar”, explica.

Hace cuatro meses la vida de estos jóvenes cambió, cada día torean la muerte enfundados en trajes blancos, ganan poco, no lo justo, a veces piensan que no vale la pena ese dinero, pero es lo único que tienen y que nadie más se atreve a hacer en este cementerio desbordado.

Quienes no cuentan con espacio para sepultarse aquí, tienen que hacerlo en un panteón nuevo, recién habilitado, como parte de la crisis por la pandemia. El terreno se localiza en la agencia municipal Boca del Río.

El problema con este nuevo cementerio, que ya recibe a las víctimas de Covid-19, es que, aunque el gobierno municipal asegura que tiene la documentac­ión que respalda su compra, los habitantes de la agencia rechazaron que se siga enterrando a víctimas del virus en sus tierras y prohibiero­n el paso al basurero municipal.

Ante esa situación, el presidente municipal, Juan Carlos Atecas Altamirano, prometió que iniciaría las gestiones necesarias para adquirir otro predio.

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Los sepulturer­os son los últimos que manipulan los ataúdes, los cargan y los conducen al yoo’ ba’ (la casa de los muertos); los familiares observan a lo lejos.
 ??  ?? En cinco horas maniobran el lugar para un nuevo entierro
En cinco horas maniobran el lugar para un nuevo entierro
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El equipo hace nebulizaci­ones para prevenir enfermedad­es.
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Al final del día cada uno se va a su casa con mil pesos.

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