Recuerdos de José Luis Ibáñez
Amante del teatro, del cine, de la teoría y la enseñanza, el maestro Ibáñez fue una de las grandes figuras de la cultura de México, que educó a un sinnúmero de generaciones que hoy lo recuerdan con afecto
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Cuando era niño y vivía en Ciudad Madero, la televisión y la revista Impacto eran las únicas fuentes de información cultural de la que podía abrevar. Una precaria intuición, o acaso la influencia de mi madre, a quien siempre le gustó el teatro, me llevaron a estar siempre atento a las coloridas fotografías del tabloide que retrataban montajes que nunca vería. Deslumbrado y suspirando como pueblerino, veía los avances en televisión de Sugar (1975) en el teatro Insurgentes, o de Papacito piernas largas (1977), con Angélica María en el Lírico, envidiando profundamente a la gente que vivía en la capital porque ellos tenían la increíble posibilidad de asistir a esos montajes plenos de música y vida.
En 1979, durante un viaje navideño por el entonces Distrito Federal, vestido –igual que mis hermanos– con un abriguito gris que nos habían confeccionado con la intención de que los niños del trópico soportaran el desconocido invierno citadino, mis padres decidieron que era hora de llevarnos al teatro. Eligieron Anita la huerfanita en el Manolo Fábregas de la calle Serapio Rendón. Lo que siguió fue el deslumbramiento: números musicales muy pegajosos cantados por niñas entusiastas, actores y elementos escenográficos que entraban mágicamente gracias a la mecánica de una banda giratoria, y telones magníficos que parecía que caían del cielo para encuadrar a una Virma González –en estado de gracia– interpretando a la seño Minerva. Cuando el espectáculo terminó, aplaudí a rabiar y deseé con todas mis fuerzas habitar, sí, habitar como sinónimo de existir, en un mundo tan asombroso como el que acababa de descubrir.
Regresamos al puerto y, en medio de la calurosa placidez estival, El Sol de Tampico y la televisora local anunciaban con constancia, a principios de los ochenta, las funciones de El gran deschave, una obra protagonizada por Ana Martín, la protagonista de la telenovela Muchacha de barrio, de la que tanto se hablaba. Mamá compró boletos y, cuando llegó el día de ir a la función, mi papá estaba, para variar, de viaje en la frontera. Así que me tocó a mí acompañarla. Cuando llegamos al teatro del Sindicato de Alijadores nos avisaron que la obra no se presentaría porque habían tenido problemas con la gira en la plaza anterior, pero que en cambio habían traído otra obra del D.F., con Enrique Álvarez Félix a la cabeza del reparto, la cual lamentablemente era para adultos, así que podían devolverle en ese momento, a quien así lo solicitara, lo que había pagado por las entradas. Mi madre, volteando a verme, respondió veloz: “El niño se va a dormir, no se preocupe”. Lo mismo había dicho cuando me llevaron a ver La profecía (The Omen, Richard Donner, 1976), donde, por supuesto, no me dormí y quedé aterrado para siempre.
No había programas de mano y solo sabíamos que la obra se llamaba Culpables (Bent, de Martin Sherman). Cuando el telón se levantó, dos hombres platicaban en una salita, como de país extranjero, y un tercero, rubio y guapo, con una bata muy ligera, entraba a escena y le daba un beso a Álvarez Félix en la mejilla dando a entender que habían pasado la noche juntos. Todo el provinciano público se conmocionó y yo con ellos. Mamá quiso que escapáramos en el intermedio, pero me negué y permanecimos atentos para ver cómo al pobre Enrique lo mandaban después a un campo de concentración nazi y le ponían un triángulo rosa sobre el traje de rayas porque era homosexual, como la mayoría de los personajes de la obra. A mis escasos diez años salí completamente perturbado del teatro haciéndome un montón de preguntas que no tendrían pronta respuesta.
Años después me di cuenta que todas esas obras, tanto las que significaban una aspiración como las que marcaron mi infancia y mi vida futura tendrían un común denominador: a José Luis Ibáñez como director y artífice de ellas, un creador escénico consagrado por el gran teatro comercial que lo llevó a convertirse desde los años setenta, de la mano del productor neoyorquino Robert W. Lerner, en el mejor director de teatro musical que se recuerde. A los títulos citados habría que agregar otros montajes tan exitosos como Anita es un tiro, 1976; Un gran final/A Chorus Line, 1982; La jaula de las locas, 1992; o Qué tal Dolly, 1994, esta última para mayor consagración de una de las grandes protagonistas de su teatro, Silvia Pinal, para quien tradujo y montó Mame una y otra vez a lo largo de casi veinte años (1973, 1985 y 1988), demostrando en todas las funciones que cuando cantaba –¡y bailaba!– ‘Yo soy la juventud’ lo hacía con la más profunda de las verdades escénicas.
A la aparente frivolidad del musical se oponía, como una dicotomía irreconciliable, su encarnación como la máxima autoridad en teatro del siglo de oro español, capaz de montar Mudarse por mejorarse (1965), de Juan Ruiz de Alarcón, para la inauguración del hoy abandonado teatro Julio Jiménez Rueda, con Rita Macedo y Julissa como estrellas; o convertir el poema burlesco, La gatomaquia (1966), de Lope de Vega, en un juguetón montaje de vanguardia con mínimos elementos escénicos y vestuario contemporáneo. Ibáñez se había convertido en el príncipe heredero de los postulados del grupo teatral Poesía en voz alta, aquel concebido por Octavio Paz, Juan José Arreola y Juan Soriano, entre otros, que en la segunda mitad de los cincuenta detonaron la escena mexicana con sus renovadores montajes, y