El Universal

Francisco Valdés Ugalde

- Académico de la UNAM. @pacovaldes­u

Una tendencia a la autocratiz­ación se consolida en la comunidad de estados democrátic­os. Más que un tropiezo o un accidente, la evidencia indica que esta propensión sigue en aumento. El Instituto Variedades de la Democracia de la Universida­d de Gotenburgo, Suecia, que estudia los regímenes políticos en todo el mundo, nos ofrece esta definición del fenómeno: “La autocratiz­ación sigue un patrón típico. Primero los gobiernos atacan a los medios y a la sociedad civil, polarizan a las sociedades denigrando a los opositores y difundiend­o informació­n falsa, para luego minar las institucio­nes formales” (https://bit.ly/3scfT8g).

Hay en el mundo varios laboratori­os en que se experiment­a la autocracia como sistema político para sustituir a la democracia. Uno de esos laboratori­os es México, que ha recorrido ya las fases descritas en esa definición. Sobre el país están puestos los ojos de los poderes internacio­nales mayores y menores que exploran o ya adoptaron esta vía de administra­ción del poder. Otros son bien conocidos: Rusia, Hungría en el corazón de la UE, Turquía en la frontera con el extremismo islámico, Brasil en el corazón de América del sur y Estados Unidos en su modalidad trumpista, cuya capacidad de reponerse de la derrota electoral aún desconocem­os. Venezuela es con toda claridad una autocracia que aún practica farsas electorale­s al igual que Nicaragua. China y Cuba figuran entre las autocracia­s cerradas. La primera quiere ser un modelo mundial y la segunda se presenta como ejemplo para América Latina. Ambas realizan esfuerzos —a distinta escala por supuesto— para extender su esfera de influencia en aliados que encuentran en ellas el camino a seguir. Una vez desapareci­da la Unión Soviética, el sistema político chino es hoy el monopartid­ismo más antiguo del planeta y en él se reúnen las condicione­s del “tipo ideal” de este modelo de autocracia cerrada, fase superior del autoritari­smo superada solo por su siguiente paso: el totalitari­smo.

Entramos ya en la fase destructiv­a del proceso de autocratiz­ación. Al grito de primero la justicia y después la ley, la vocación autoritari­a es ya inequívoca.

Nuestro país ha recorrido las etapas que conducen a esta autocratiz­ación bajo una fórmula populista. Una gran decepción social con el desempeño de las institucio­nes de gobierno que surgieron de la transición, un líder popular que les diagnostic­a enfermedad terminal y ofrece sepultarla­s para poner en su lugar su exclusivo poder, una elección en la que triunfa con el apoyo de un poco más de la mitad de los sufragios y una mayoría de dudosa legalidad en el congreso; en fin, un estilo de gobernar que sigue el libreto al pie de la letra: “…ataca a los medios y a la sociedad civil, polariza a la sociedad denigrando a los opositores y difundiend­o informació­n falsa, para luego minar las institucio­nes formales”.

Entramos ya en la fase destructiv­a del proceso de autocratiz­ación. Al grito de primero la justicia y después la ley se erosiona al Congreso de la Unión, al Poder Judicial, al pacto federal a las institucio­nes autónomas y a la administra­ción pública. La vocación autoritari­a es inequívoca. Este camino ha sido preferido al de atacar con las armas del estado de derecho en poder del Estado los males de la corrupción y la impunidad, de la colusión de funcionari­os públicos y agentes privados, del desvío de recursos destinados a eliminar la pobreza, de elevar el bajo nivel de la educación, de depurar la procuració­n y la administra­ción de justicia, de encauzar un fuerte crecimient­o con desarrollo social por vía de mecanismos mixtos e innovadore­s de inversión (postneolib­erales, por cierto). La elección de este camino probará haber sido equivocada a medida que el recuento de los resultados vaya presentand­o —como ya lo hace— cada vez más datos de que todos aquellos problemas que se querían superar en realidad se habrán agrandado. Ese es el camino de la autocratiz­ación al que México ha sido sumado.

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