¿Acuerdo nacional por la democracia? ¿De veras?
Pesadilla de primavera. El llamado Acuerdo Nacional por la Democracia difícilmente puede llamarse acuerdo cuando sólo una de las partes elaboró y conocía su contenido final al momento de dárselos a conocer a las otras 32 supuestas partes del supuesto entendimiento. Anticipadas sus ‘cláusulas’ en una carta del presidente a los gobernadores, cuyos términos no hubo espacio para discutir ayer, el ‘acuerdo’ tampoco admite el nombre de nacional; su alcance podía quedar reducido a un golpe escénico, uno más de los golpes palaciegos que se han vuelto rutina cotidiana del actual gobierno. Pero, sobre todo, de lo más cuesta arriba sería suponerlo en favor de la democracia. Primero, porque parte de la sospecha de una serie de prácticas antidemocráticas atribuibles a partidos opositores al del mandatario federal. Y porque quien las enumera con índice de fuego ha sido reiteradamente señalado por diarias evidencias de alevosas, ventajosas prácticas inconstitucionales contra la equidad de los procesos electorales en curso.
Exige que no se utilice el presupuesto con propósitos electorales, al tiempo que vuelca los recursos de la presidencia para denostar ‘adversarios’
Y, segundo, porque, en esta operación, el presidente más parcial que hayan visto varias generaciones de mexicanos: abiertamente activo, beligerante, en medio de la sangre y la arena de las luchas electorales, aparece de pronto como el garante supremo y supervisor de la imparcialidad y la limpieza de las elecciones. Este movimiento no alcanza a ocultar el ya antiguo anhelo presidencial de arrasar por diversas vías con el órgano constitucional autónomo desarrollado en el proceso de construcción de la democracia mexicana —el ahora Instituto Nacional Electoral (INE)— para cumplir las funciones que hoy pretendería recuperar un Poder Ejecutivo insaciable en su apetencia de volver a controlarlo todo, incluyendo en este caso los procesos electorales.
Erigidos los gobernadores en santos patronos de la pureza electoral, siendo actores políticos en competencia por conquistar o mantener su poder, encabezados además por el actor político más voraz —el presidente— en su empeño de reconcentrar los poderes del Estado y los ganados por la sociedad, con los fiscales al servicio de la estrategia electoral del Ejecutivo, todos ellos prefiguraban el mediodía primaveral de ayer una imagen de pesadilla: un regreso a las cavernas. Haría ver como progresista la vetusta Comisión Federal Electoral que por décadas presidieron los secretarios de Gobernación. Por cierto, en la imagen del sueño también aparecía la titular de esa cartera. Al ‘acuerdo’ no le importó la ‘sobrerrepresentación’. Difícil estar en desacuerdo con el ‘clausulado’ del ‘acuerdo’. Si acaso se puede reprochar su redundancia: todo está en la Constitución y las leyes. O la incontinencia del presidente al forzar su centralidad en toda ocasión: el bebé del bautizo, el novio de la boda, el muerto del sepelio, lo cual en este caso lo puede llevar a la suplantación de la legítima autoridad electoral. Ello, con una ausencia y un agravante: la rebelión de los suyos, o sea de él, contra los lineamientos del INE para evitar la sobrerrepresentación de un partido a la hora de la distribución de las curules correspondientes a los votos, una disposición constitucional imprescindible para respetar la voluntad popular, ausente en el ’Acuerdo’.
El poder del narrador. El poder del narrador en el ‘acuerdo’ —bien dominado por el presidente— denuncia una serie de prácticas antidemocráticas ‘de los otros’, mientras repite sus rutinas comunicativas inconstitucionales de palacio. Exige que no se utilice el presupuesto con propósitos electorales, al tiempo que vuelca los recursos de la presidencia para denostar ‘adversarios’ y para pasar por víctima a la que quieren quitar la mayoría. Pide prohibir la compra de votos al tiempo que anuncia un mayor reparto de dinero entre quienes considera sus leales.