El Universal

Memoria de Rojo

- DAVID HUERTA LIBROS Y OTRAS COSAS

Algunos escritores que carecemos de una educación universita­ria cabal, completa, solemos decir que las salas de redacción o el trabajo en el periodismo cultural fueron nuestra universida­d. De mí puedo decir que la mejor parte de esa educación ocurrió bajo la guía de Vicente Rojo, el extraordin­ario pintor, diseñador gráfico, escultor y editor con el que trabajé durante cinco años en los años setenta, de 1972 a 1977.

Vicente Rojo diseñaba aquel suplemento en el que lo traté. Cumplía yo diversas tareas, algunas modestas, otras no tanto; había que multiplica­rse para sacar adelante la publicació­n. El equipo era diminuto: Vicente Rojo a la cabeza, Carlos Monsiváis, Pepe Azorín y yo. Cada lunes nos reuníamos para tomar las decisiones finales sobre el número en cuestión y prepararlo bien, para luego enviarlo a la imprenta. Rojo diseñaba cada una de las dieciséis páginas, con especial cuidado en la portada; Azorín calculaba el tamaño de los textos y el espacio disponible para que cupiesen airosament­e, sin menoscabo de ilustracio­nes, caricatura­s y demás elementos visuales; Monsiváis y yo revisábamo­s los textos y poníamos los encabezado­s (los suyos eran a veces geniales; los míos, apenas cumplidore­s).

Debo decir que Rojo nos llevaba a remolque. Decir que era “el diseñador del suplemento” es decir muy poco; su crédito era “director artístico”. Los otros tres cumplíamos nuestras respectiva­s tareas bajo su mando silencioso y suavísimo. No ocurría nada sin que él lo aprobara; era una ley no escrita y la acatábamos sin sobresalto­s. Él era el jefe.

Vicente Rojo no fue nada más un maestro de la universida­d informal que era ese suplemento cultural; era él mismo mi Universida­d. En dos o tres momentos traté de decirle lo importante que había sido para mí; pero me atajaba y, con su modestia luminosa, desviaba la conversaci­ón. Tuve que aprovechar algunos actos públicos para declarar mi deuda enorme con él.

Desde luego, mi relación con Rojo no se limitó a esa colaboraci­ón en el periodismo literario. Muy pronto aprendí a confiar en él y un buen día le llevé el manuscrito de mi segundo libro de poesía. Lo diseñó soberbiame­nte para Era; algún despistado le reprochó a esa edición que tenía “una portada muy setentera”, frase misteriosa que se caía de tontita: el libro es de 1976.

Once años después me animé a distraerlo con una tarea más pesada, literalmen­te: un libro muy gordo. Me dijo en broma: “habría que publicarlo en fascículos, mejor”. Cuando llegó el momento de hacer aquel volumen un poco abusivo, Vicente Rojo se esmeró y el libro ha tenido un destino favorable que en buena medida se debe a él. Pero sin duda lo mejor que hicimos fue un libro de arte: tres poemas míos y doce serigrafía­s. Se tituló Lluvias de noviembre. Apareció en una edición limitada en 1984.

No he dicho aquí lo más importante: el inmenso cariño que me inspiraba. Su muerte es la de un hermano mayor. Duele hondamente.

Debo decir que Rojo nos llevaba a remolque. Decir que era “el diseñador del suplemento” es decir muy poco; su crédito era “director artístico”.

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