El Universal

Javier Molina, estampas de poeta

- ADRIANA MALVIDO adriana.neneka@gmail.com

Un reportero con las manos sobre el teclado de la máquina de escribir. Inmóvil. Muy erguido. Con lentes oscuros puestos. “Buenos días”, le digo. Silencio. “Hola”, insisto. Y nada. Me acerco, veo sus ojos cerrados y sospecho que está dormido. O quizá piensa. Como si el tiempo se hubiera congelado mientras escribía su nota. O un poema: Es de noche/ en la montaña/ se mira la luz de una choza/ la ventana/ es un lucero en la tierra.

Así conocí a Javier Molina, el poeta, el periodista, el amigo.

Era 1980 y trabajábam­os en la sección cultural del unomásuno. Javier casi no hablaba, pero su escritura era brillante y lúcida. La represión al movimiento estudianti­l del 68, en el que participó activament­e, lo dejó dolorosame­nte marcado.

La amistad creció en el trabajo del día a día, en el ejercicio del compañeris­mo, pues. De apariencia frágil, delgadito y menudo, solía llegar al periódico, siempre con libreta en mano, junto con su comparsa de parrandas, el enorme fotógrafo Héctor García.

“Me compré un carro, ¿me enseñas a manejar?” Le entregaron el auto en la cerrada de Correggio, enfrente del periódico. “¡Vamos, Javier!”, le insistí una y otra vez. Que no, que mejor otro día… y así pasaron meses hasta que le robaron el coche. Nunca lo encendió. Lo que encendía muy bien el sociólogo eran sus neuronas, su prodigiosa memoria y un manejo impecable del lenguaje. Claro y conciso. Dos cuartillas perfectas y vámonos. Jamás se estresaba, pero sí se conmovía. Cuando el conflicto interno,

dudábamos: “¿Qué vamos a hacer?, ¿nos quedamos o nos vamos?, ¿tú qué dices?” La decisión no era fácil; finalmente nos unimos al grupo fundador de La Jornada.

Desde Balderas salíamos juntos de la redacción con la idea de que lo llevaría al Metro Chapultepe­c. Ya ahí, siempre, con el ánimo de continuar la plática, indicaba: “No pares, tu síguete hasta tu casa y yo me bajo en Barranca del Muerto”, así le hacíamos y lo depositaba en las paellas de Don Juan, sobre Revolución, donde luego ya ni le cobraban. En el camino escuchamos juntos a Queen y a los Rolling, conversamo­s, discutimos, me hacía reír. Como cuando le pregunté su edad, me pidió una pluma, hizo cuentas en un papel y me contestó.

Javier no usaba grabadora, pero sí taquigrafí­a y a sus textos no les faltaba ni sobraba una coma. A Pedro Valtierra le consta que Renato Leduc le decía “¡Hola, colega!”, Octavio Paz lo respetaba y Jorge Luis Borges lo invitó a comer luego de una entrevista en la que el escritor le dio más tiempo del acordado porque “usted sí comprende mi obra”. Eso sí, a veces “Molinita” desaparecí­a unos días y luego se presentaba como si nada a trabajar.

Visitaba a su madre en San Cristóbal de las Casas cuando el levantamie­nto zapatista del 1 de enero de 1994. “Poeta, tu vuelo era ayer”, le advirtiero­n en el mostrador de la aerolínea cuando entregó su boleto de regreso. Y como si aquello fuera señal del destino, se quedó a vivir en su tierra donde es muy apreciado. Allá se dedicó a escribir y a dar talleres literarios. Dejó sus libros Bajo la lluvia, Para hacer plática, Muestrario y La luz se rebela.

La amistad continuó por teléfono. Todavía lo escucho con su voz inconfundi­ble: “Yo no sé si Dios existe o no, pero por si… mejor sí voy a creer”. El domingo, a los 78 años, murió. Quizá cerró los ojos, como el día que lo conocí, en busca de palabras. O como en un poema suyo: El cazador descansa/ encuentra en el sueño su destino.

Javier casi no hablaba, pero su escritura era brillante y lúcida. La represión al movimiento estudianti­l del 68, en el que participó activament­e, lo dejó dolorosame­nte marcado.

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