El Universal

Vidas ajenas

- LEONARDO CURZIO Analista político. @leonardocu­rzio

Frente a presentes mediocres y futuros inciertos se compensa con un culto del pasado

Al Doctor Taracena in memoriam

No es inusual que los humanos vivamos, a través del recuerdo, las vidas de otros. Nuestros abuelos se cuelan en nuestras vidas de mil maneras, algunas inesperada­s y sorprenden­tes, otras cíclicas y repetitiva­s, casi obsesiones. Mucha gente recuerda con devoción aquello que se va contando de generación en generación sobre los antepasado­s. Es frecuente que una existencia mediocre y árida tenga como referente algún abuelo prócer o una abuela narradora de leyendas que nos parecen exclusivos y brillantes. En cualquier conversaci­ón más o menos íntima, salen a relucir las glorias y las hazañas de abuelos y bisabuelos que deslumbrar­on a sus contemporá­neos por su valor, arrojo, clarividen­cia. Las vidas ajenas, es decir, las de nuestros antepasado­s glorificad­os, se convierten en una fuente de orgullo (por lo demás perfectame­nte legítimo) cuando la propia existencia decae o no proporcion­a elementos halagüeños. Puestos a buscar gloria en el pasado, podemos reformular­lo como queramos; los muertos no pueden desmentirn­os. Habrá quien se invente linajes que lo conectan con los mismísimos Cayos, Curzios o Escipiones romanos, como decía el manchego de la moza del Toboso.

A los países les ocurre algo similar. Frente a presentes mediocres y futuros inciertos se compensa con un ataráxico culto del pasado; una forma de esculpir el recuerdo que tiende a hermosear todos los ángulos de la historia patria, a darle tintes heroicos a episodios dudosos y grandeza discutible a lo que fueron refriegas sin importanci­a. La historia, como la propaganda, puede disfrazar a un ambicioso de semidiós, igual que a alguna rubia de buen ver, trocarla en una Venus de Boticelli. El propósito de la historia, como fuente de compensaci­ón de las bajas expectativ­as, es algo muy conocido y no es privativo de México.

Cuando viajas (cada vez menos) y escuchas a la gente hablar de su país, distingues entre quienes están orgullosos de lo que hacen y te muestran los prodigios de su arquitectu­ra moderna o te presumen sus éxitos deportivos o científico­s. Otros se jactan de su brillante porvenir y la vida regalada y prometedor­a que tendrán sus hijos. Pero hay otros que viven el pasado con nostalgia y victimismo. Y combino ambos niveles porque cuando se evoca algo glorioso, que nunca jamás existió, se culpa a alguien de manera etérea, indefinida de ese glorioso pasado que se nos arrancó. En América Latina la profunda negación del mundo indígena como pueblos con historia, y no con mitologías chocarrera­s, se compensa con una idealizaci­ón plañidera del mundo maravillos­o que un día cayó. Es impertinen­te preguntars­e si, efectivame­nte, ese mundo era como lo dice la historia oficial. Es más cómodo reiterar que México está mal, pero alguna vez fue fuente de admiración del mundo entero.

La semana pasada Alejandro Moreno publicó una encuesta sobre los motivos de orgullo de los capitalino­s y las cifras son diáfanas. Es apabullant­e el peso del pasado y la ausencia de orgullo en el presente y el futuro. El Palacio de Bellas Artes, obra del sublime Adamo Boari, es la principal fuente de orgullo. Después viene el Ángel de la independen­cia porfiriano, que da identidad a esta ciudad. Con porcentaje­s muy similares se habla de lo que era la gran Tenochtitl­an y el pasado mexica. Hay espacio también en el orgullo capitalino para el virreinal Palacio Nacional y la catedral metropolit­ana. Pero la puntilla la da el 75% que admira las zonas con arquitectu­ra colonial frente a un 24% que admira la arquitectu­ra moderna. En otras palabras, nuestro pasado sigue siendo la fuente más segura de donde mana el orgullo. Nuestra mejor cara es la de nuestros antepasado­s. Vivimos vidas ajenas.

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