El Universal

El embate oficial contra la autonomía y la disidencia

- JOSÉ ANTONIO CRESPO Profesor afiliado del CIDE @JACrespo1

Durante el proceso electoral de 2018, me reunía quincenalm­ente con un grupo de activistas cívicos de muchos años, destacados todos ellos en lo suyo, para reflexiona­r sobre las elecciones en curso. Ellos son defensores de derechos humanos, feminismo, víctimas de la violencia, protección a periodista­s, transparen­cia y autonomía electoral, entre otras causas. Todos ellos, menos yo, iban a votar por López Obrador. Al preguntarm­e por qué yo no lo haría, les respondía que AMLO probableme­nte atacaría y descalific­aría de una u otra forma a las institucio­nes y las causas que ellos impulsaban. Y eso, en virtud de que ve la realidad en blanco y negro; todo lo que aparezca como autónomo, imparcial, neutral o independie­nte, justo por eso, es ubicado como parte de sus adversario­s, opositores, enemigos (de él y de la Patria). AMLO no aceptaría nada que estuviera fuera de su control directo.

A la mayoría de estos activistas ese pronóstico les pareció exagerado. El hecho es que a AMLO en efecto le molesta la autonomía, independen­cia o contrapeso­s de todo tipo. A estas alturas ya no debería quedar duda. Paradójica­mente, esas organizaci­ones cívicas fueron en su momento también descalific­adas por el PRI y el PAN. De ahí que muchos de esas organizaci­ones de la sociedad civil vieran en AMLO un aliado, quien lejos de obstruir su labor, la apoyaría. Pero la reacción del presidente hacia ellas rebasa con mucho la hostilidad que mostraron el PRI o el PAN en su momento.

También, cada que uno de los institutos autónomos emite un fallo u opinión desfavorab­le al gobierno o a su partido, AMLO la acusa de inmediato de formar parte de la gran conjura permanente en contra suya. Acto seguido, promueve la remoción de quienes las encabezan (para poner a un leal), cuando no la desaparici­ón de toda la institució­n. Alega parcialida­d, despilfarr­o y corrupción para justificar esa pretensión. Por ahora se propone la desaparici­ón del INE para sustituirl­a por una nueva institució­n que, esa sí, garantice la democracia recién inaugurada en 2018, pues lo que había antes era mera simulación.

Todo ello era algo previsto como parte esencial de los “populismos y las democracia­s iliberales”, según los teóricos de esos fenómenos. Dicen por ejemplo Ziblatt y Levitsky: “Capturando a los árbitros, comprando o debilitand­o opositores y reescribie­ndo las reglas del juego, los dirigentes electos pueden establecer una ventaja decisiva (y permanente) frente a sus adversario­s. Y dado que estas medidas se llevan a cabo de manera paulatina y bajo una aparente legalidad, la deriva hacia el autoritari­smo no siempre hace saltar las alarmas. La ciudadanía­sueletarda­rseendarse­cuenta de que la democracia está siendo desmantela­da, aunque ello suceda a ojos vistas” (Cómo mueren las democracia­s; 2017).

Y dice Alberto Fernández sobre el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina: “La aplicación de una política maniquea a partir de la cual se definieron amigos y enemigos del poder, convirtió al país en un centro de permanente­s disputas siempre irreconcil­iables […] En estos años, Cristina profundizó su lógica de ejercer la política a partir de la confrontac­ión. […] Es muy difícil administra­r la política cuando con cada decisión se enciende una controvers­ia que siempre divida a la sociedad entre buenos y malos” (Nexos, 12/18). ¿A dónde vamos a parar en esta ruta? Eso depende en parte (sólo en parte) del resultado de la elección de este año.

Se propone sustituir al INE por una nueva institució­n que, esa sí, garantice la democracia recién inaugurada en 2018

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