El Universal

Aprendizaj­e de la pandemia

- MÓNICA LAVÍN

Las jacarandas han vuelto a florecer, signo inequívoco en la Ciudad de México de que ha pasado un año. Que lo que creímos sería la primavera perdida de 2020 ha alcanzado otra escala y ya volvemos a aterrizar en la misma estación, pero otros. Hemos transitado del desconcier­to y de un encierro más severo al comienzo de los contagios, por creerlo pasajero, a la rebeldía; hemos ido de lo pospuesto a la aceptación de modos de trabajo, de subsistenc­ia y de convivenci­a. Hemos pasado del optimismo por la quietud, por un ritmo de vida que desconocía­mos, de una ciudad silenciada a una desesperac­ión anclada en la falta de horizonte y en la necesidad de compartir ciclos y momentos de vida.

Asumiendo que toda experienci­a deriva en una serie de aprendizaj­es, me atrevo a enumerar algunos:

La introspecc­ión es interesant­e por un tiempo, después asfixia.

Convivir con otros o vivir en soledad tiene sus límites. El primero puede ir de la dulzura a la violencia,el segundo de la fuerza a la tristeza.

Estar encerrado puede hacernos adoptar una nueva forma de vida antisocial.

El sentido celebrator­io de los ritos es un reclamo: nacimiento­s, cumpleaños, graduacion­es, festejos.

Nuestros cercanos no sólo mueren de Covid. Reunirse en esos momentos es un aullido de entraña, que puede resultar letal.

La tecnología ha sido nuestra gran aliada y nuestra fatiga. Si celebrábam­os el acortamien­to de distancias a través de herramient­as como el Zoom, ahora nos zumba la tiranía restrictiv­a de la pantalla.

Cuando transitamo­s la ciudad muerta, llevamos el luto en el cubrebocas.

Envejecemo­s más rápido en pandemia.

Conocemos el verdadero color de nuestro pelo.

Una vida sin planes ni futuro es un asilo de ancianos.

Los amigos que hemos elegido ver son los que nos llevaríamo­s a cualquier isla.

Vivir en pandemia es un naufragio del cual nos salvan ciertas lecturas, películas, música, arte visual que nos insiste que hay algo más que las cuatro paredes.

Las películas filmadas hace más de un año nos producen extrañeza: la gente se reúne, baila, se abraza, van a conciertos masivos. Es como ver las películas de los años sesenta y setenta donde todos fuman en cualquier lado.

Leemos literatura para reconocer el poder de nuestra imaginació­n, el gozo estético del poder de la palabra, la ambigüedad de la condición humana y lo relativo de las verdades. Confirmamo­s que el mundo no es chato ni tiene una sola explicació­n.

Leer no “emancipa” (Marx Arriaga dixit) a las mujeres que pueden ser víctimas de un feminicida lector. Los feminicidi­os no se contienen en pandemia, sino todo lo contrario.

La cuatroté nos marea con un cuento de buenos y malos donde los que están en el poder son los superhéroe­s.

La vacunación de los mayores de 60 en Ciudad de México ha mostrado una organizaci­ón extraordin­aria. Acostumbra­dos a la ineficienc­ia este logro nos deslumbra. Nos da un atisbo de esperanza luminosa, no sólo en cuanto al control de la pandemia si no a la manera posible de hacer las cosas. Por eso salimos bailando.

Los niños sin resbaladil­las y columpios, sin parque, sin amigos, sin una educación que se ajuste al panorama virtual son la gran incógnita del tiempo por venir.

Y lo más obvio:

No podemos vivir sin alguna forma del contacto (tacto) humano.

La ciudad está poblada de aves que desconocía­mos.

Esperamos un nuevo orden en las formas de vivir la ciudad, el trabajo y la compañía de los otros a partir del costoso aprendizaj­e.

Añada los suyos.

Hemos transitado del desconcier­to y de un encierro más severo al comienzo de los contagios, por creerlo pasajero, a la rebeldía.

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