El Universal

Cercanía de Charles Baudelaire

A 200 años de su nacimiento, uno de los creadores de la poesía moderna y figura destacada de parnasiani­smo aún se hace presente por su carácter provocador, al recordarle a su generación que el poeta es la conciencia crítica e incómoda de su tiempo

- Vicente Quirarte

El primer y más antiguo retrato de Charles Baudelaire se encuentra en París: la placa que da testimonio de su nacimiento en la rue Hautefeuil­le, a punto desembocar en el boulevard Saint Germain. En ese lugar, corazón de la ciudad medieval, se levantó la casa donde el creador de la poesía moderna vino al mundo el 9 de abril de 1821. México se encontraba en los últimos preparativ­os del Plan de Iguala, y tanto caudillos militares criollos como autoridade­s españolas considerab­an inminente la independen­cia del país.

La urbe que vio nacer a Baudelaire rinde homenaje continuo de su paso: hay en el cementerio de Montparnas­se un gran cenotafio en su memoria, esculpido por José de Charmoy, compensaci­ón por haber sido sepultado en el mismo lote de su despreciad­o padrastro; su escultura vigila el jardín de Luxemburgo, lugar de sus excursione­s infantiles y espacio de su deambular adulto; el antiguo hotel York, en la rue Sainte Anne, ha cambiado su nombre a Baudelaire, y el hotel Voltaire, sobre el muelle del mismo nombre, ostenta una placa con el nombre del poeta. La antigua estación ferroviari­a de Orsay, ahora transforma­da en museo, custodia sus imágenes: el pincel de Gustave Courbet lo muestra, como era deseo del poeta, solitario y concentrad­o en medio de la multitud; o en el retrato que de él hizo Henri Fantin-Latour, cuando le quedaban al poeta cuatro años de vida. Allí nos mira, desde la altivez de su genio, prematuram­ente envejecido, con el supremo conocimien­to de que el tiempo, supremo enemigo, era todo suyo.

Pero el gran retrato de Baudelaire es la ciudad de París, que él se encargó de explorar en cada rincón, hacer entrar por la puerta grande de la poesía y provocar ese nuevo calosfrío, siempre nuevo e ignoto, advertido desde un principio por Víctor Hugo y que aun nos sigue helando la sangre con su poderío verbal y su inefable arquitectu­ra. En su “Himno a la belleza”, Baudelaire escribió:

De Satán o de Dios, ¿qué importa? Ángel o [Sirena, si haces, hada con ojos de [terciopelo, oh, mi única [reina, menos odioso el Universo, menos pesados [los instantes? ¿qué importa, ritmo, perfume, esplendor,

Por el peso de sus palabras y la correspond­encia entre vida y escritura, Baudelaire pertenece al escaso número de poetas que continuará­n brillando mientras otros astros, que en su momento parecían de primera magnitud, se extinguen con el transcurso de los años.

Contemporá­neo estricto del nacimiento de la fotografía, fue retratado por todos los grandes artistas de su tiempo. Gracias al testimonio sin maquillaje de los inicios fotográfic­os, donde el modelo formaba parte integral de la obra de arte, Baudelaire nos mira en su evolución cronológic­a: Etienne Carjat y Gaspard-Felix Nadar lo registraro­n con sus célebres y originales batones, donde demostraba que el dandi no sólo es el que se arma con todos los recursos de la civilizaci­ón, sino el que crea su propia moda y estilo: “el dandi debe vivir y dormir frente al espejo”, proclamaba, para defender el imperio del artificio sobre la naturalida­d.

Cuando decide conquistar la gloria, Baudelaire hace el retrato de su joven generación. Al hacer el retrato de los otros, hace el propio. De tal manera, publicó sus “Conseils aux jeunes littérateu­rs” el 15 de abril de 1846 en la revista L’Esprit public. El poeta contaba con 25 años de edad y ocupaba febrilment­e las páginas de los periódicos con sus revolucion­arias críticas de arte. Ya había descubiert­o la obra de Edgar Allan Poe, su alma gemela, había conocido a la mulata Jeanne Duval, la mujer de su vida, y comenzaba a escribir los poemas que habrían de constituir su obra maestra. El joven autor se hallaba en su juventud poderosa y soberana y en plena etapa de dandismo, entendido no como una elegancia superficia­l e inmediata, sino como una forma de ser que opone el individuo a la familia, la belleza al utilitaris­mo, la libertad a la obligación. Por eso la violencia de sus palabras. Bajo su aparente cinismo hay un profundo conocimien­to de la naturaleza humana y la obligación suprema del artista: defender la belleza y la manera de procurarla, por encima de todos sus enemigos y particular­mente de aquel que se gesta en nuestro propio conformism­o.

En 1861, escribió sobre sus cofrades varios artículos en la Revue fantaisisi­te. Su intención era reunirlos en un libro bajo el título Réflexions sur quelques-uns de mes contempora­ins, con textos sobre Victor Hugo, Marceline Desbordes-Valmore, Auguste Barbier, Théophile Gautier, Pétrus Borel, Gustave Le Vavasseur, Théodore de Banville, Pierre DuPont, Leconte de Lisle, Hégésippe Moreau, es decir, su propia galería de raros, para acudir a la definición de Rubén Darío, muchos de los cuales no han trascendid­o el paso del tiempo, pero de todos los cuales expresó su certero juicio crítico antes que una admiración estéril. De los retratados, además de Víctor Hugo, en Téophile Gautier (1811-1872), una década mayor que él, encontraba un alma gemela. Así lo demuestra la elocuente dedicatori­a desde la primera edición, en 1857, de Les Fleurs du mal:

Al

Poeta impecable

Al perfecto mago de las letras francesas A mi muy querido y muy venerado Maestro y amigo Théophile Gautier

Con los sentimient­os de la más profunda humildad Dedico estas flores enfermizas C.B.

¿Quién era el merecedor de tan elogiosa y bella dedicatori­a, en el libro fundamenta­l de los tiempos modernos? Vamos en busca de

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