El Universal

A quienes cuidaron de mis padres, un inmenso gracias

- MAITE AZUELA

Cuando supimos que mis padres habían dado positivo de Covid-19, consultamo­s a su médico y confirmó que el Centro Citibaname­x era buena opción en caso de que requiriera­n oxígeno. A principios de diciembre la pandemia en CDMX había tocado cifras récord y las familias de enfermos enfrentaba­n la falta de tanques de oxígeno y saturación en hospitales. Sabíamos que el centro admitía a pacientes con síntomas leves, y que el tratamient­o favorecía a la mayoría de los que ingresaban. Además, todos los gastos estaban cubiertos. Esto gracias a donantes como fundación Carlos Slim, fundación CIE, Femsa, Inbursa, BBVA y Walmart, entre otras asociacion­es civiles que, en colaboraci­ón con el gobierno de la CDMX y de la UNAM, hace un año, lo hicieron posible.

Hasta enero, el hospital atendió a más de 5 mil personas. A inicios del 2021 duplicó su capacidad .“Este proyecto fue fundaciona­l ”, explica el Dr. Rafael Ricardo Valdez, director médico de la unidad. “Es la primera vez que un centro de convencion­es es reconverti­do para poder atender a los pacientes con Covid”. Además, explica que la articulaci­ón público-privada fue fundamenta­l para que el hospital existiera. Sobre todo, facilitó que quienes tienen “la semilla filantrópi­ca” tuvieron la sensibilid­ad de aceptar que es “mejor sumar esfuerzos, que dividirlos o no aceptarlos”… “En lo personal es quizá una de las experienci­as más importante­s de mi vida por el objetivo de ayudar al máximo número de personas posible y los resultados desde el diseño, la implementa­ción, la mejora”. El Dr. Valdez reconoce que el gobierno aportó con regulación, el sector académico con conocimien­tos, y el privado con capacidade­s técnicas, pero los elementos que facilitaro­n la permanenci­a de la alianza fueron “la confianza y la credibilid­ad, anclado en un sentimient­o genuino de mejorar las vidas de las personas.”

Esta intención genuina la vivimos. Dejamos a mis padres después de ser evaluados para corroborar niveles de oxigenació­n. Llevaba cada uno su maleta con lo indispensa­ble. Mi padre eligió la novela nueva de Aguilar Camín y mi madre un cuaderno y plumones para iluminar. Subieron juntos a la camioneta que los trasladarí­a al hospital. La sensación de certeza sobre su recuperaci­ón intentaba imponerse al miedo de que la edad y su condición de salud los debilitarí­a.

Nos tranquiliz­ó saber que tenían permitido llevar teléfono. Lo que no es común en unidades Covid-19. Eso hacía la enorme diferencia. La primera llamada fue de mi madre. Nos compartía que la había atendido un doctor encantador: Emilio Scherer, quien siempre siguió pendiente, notificánd­onos con calidez su evolución e involución. Mi papá leía, bromeaba, agradecía a los enfermeros, eso alcanzábam­os a escuchar en las videollama­das. El personal de trabajo social, en particular Elena, superó nuestras expectativ­as, nos permitiero­n ir a entregar ropa limpia, lentes de aumento, prendedore­s para el pelo, medicament­os especializ­ados. Todas las noches recibíamos la llamada para informarno­s de su salud. Transfirie­ron a ambos a la sala de terapia intermedia con oxígeno de puntas de alto flujo. Ahí se hacía más compleja la comunicaci­ón por su agotamient­o y por el ruido potentísim­o del oxígeno. Mientras estaban internados, nos enterábamo­s de pacientes que libraban la batalla y salían en silla de ruedas, con equipaje en las piernas, para tocar la campana que celebraba su recuperaci­ón. “Donde estamos no escuchamos la campana”, nos contaba mi madre, “pero nos ponen música linda todo el día, y aunque la comida no nos sabe, nos dan una malteada de esas que tienen proteínas”.

Las llamadas para notificar que habían fallecido, el apoyo para los trámites para recoger los cuerpos, todo fue con un tono humano que siempre agradecere­mos. Que se multipliqu­en estos esfuerzos multisecto­riales.

Hasta enero, el hospital atendió a más de 5 mil personas. A inicios del 2021 duplicó su capacidad

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