El Universal

Arturo Sarukhán

- RICARDO ROCHA Periodista Consultor internacio­nal

Fueron 48 horas de hibris y emboscada, seguidas de escándalo, furia y una vuelta en U, que sacudieron al futbol y en las cuales 12 clubes europeos erigidos en cartel casi llevan ese deporte, tal y como lo hemos concebido y disfrutado durante todas nuestras vidas, al patíbulo. Y es difícil no mirar el proyecto de la Superliga europea —develada de manera autocompla­ciente y rocamboles­ca al mundo del futbol y que estalló en un espasmo dominical de rabia y descalific­aciones— como algo más que el fruto de la codicia e irresponsa­bilidad, como si hubiese sido engendrada en plena resaca después de una noche de farra y demasiadas copas.

El conato de una Superliga y la americaniz­ación del futbol que conlleva venía haciendo ruido adentro del closet desde hace ya un par de décadas. Pero ahora, el anuncio de la creación de este exclusivo club se ha producido en unos tiempos salvajes, definidos por la disrupción, la codicia y la desigualda­d. En medio de la dislocació­n económica que ha diezmado a clubes grandes y pequeños en la pandemia, fue Florentino Pérez, presidente del Real Madrid y actual estratega y principal impulsor de la idea, quien levantó la estafeta, arropado de arranque por un pequeño grupo de oligarcas, banqueros e inversioni­stas estadounid­enses y jeques, la mayoría procedente­s de lugares sin apenas tradición en el futbol y que son quienes han disparado la inflación en este deporte. Lo que estaba en juego con los jugosos ingresos para esos clubes no es nada nimio. Se estima que dos de los equipos que oficialmen­te aún no han reculado del proyecto, el propio Madrid y Barcelona, arrastran deudas de mil millones de dólares y $1.4 mil millones, respectiva­mente; Tottenham

Si creen que exagero sobre los crímenes de este ser abominable, déjenme decirles que sé de lo que hablo porque lo viví en carne propia. Yo tenía 17 años”

El conato de una Superliga y la americaniz­ación del futbol venía haciendo ruido en el closet hace ya dos décadas

tiene una que ronda los $822 millones, sobre todo por los costos asociados a la construcci­ón de su nuevo estadio. En este culebrón no cabe la ingenuidad: esto no es otra cosa que un pulso de poder. En lo que se yergue como el mayor cisma en la historia del futbol, los grandes clubes quieren sacar mejor provecho de su posición dominante; al otro lado, se halla una institució­n cuestionad­a como la UEFA. En medio, un deporte que hace soñar en todo el mundo a legiones de aficionado­s y que, como bien señalara hace años Javier Marías, es “la recuperaci­ón semanal de la infancia”. Este proyecto, basado en el paradigma de franquicia­s en el deporte estadounid­ense, donde los equipos jamás son relegados y que se venden al mejor postor como si fuesen cadenas de fast food, sin ninguna considerac­ión para el anclaje y tejido social que tienen con una ciudad o comunidad, destruye ese concepto y cambia de un plumazo la escala del futbol, que adquiere la estructura vertical y clasista del absolutism­o aristocrát­ico y abandona los vasos comunicant­es sociales transversa­les y hasta cierto punto solidarios que aún caracteriz­an al futbol —sobre todo el europeo— desde su fundación en el siglo XIX. Como sentenció Pep Guardiola al referirse a la Superliga, “esto no es deporte”.

La pandemia segurament­e hizo creer a sus arquitecto­s que la Superliga europea era factible. Pero el mundo del futbol también se dio cuenta de que el poder no solo recae en los dueños de los equipos más grandes y ricos. Está también en manos de institucio­nes, jugadores, entrenador­es, gobiernos y, sí, la afición. Las 48 horas entre fundación y colapso de la Superliga fueron similares a un Big Bang: esta es una saga que apenas comienza.

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