El Universal

El corazón doble de Verónica Murguía

- Christophe­r Domínguez Michael POR

Ariesgo de ser tachado de pueril o de pedante, debo decir que tan pronto terminé mi lectura de El cuarto jinete, de Verónica Murguía, lamenté la ausencia de Arreola entre nosotros para leer con él —digo, es un decir— una novela que es, en buena medida, un homenaje a Marcel Schwob (1867-1905), aquel “vaporoso erudito” a quien tanto amaron lo mismo Juan José que Borges. Porque no sólo la erudición de Murguía (Ciudad de México, 1960) se concentra en la esencia del medioevo, como la disfrutó y la sufrió el autor de La cruzada de

los niños (1896), sino que la poética de la escritora mexicana puede encontrars­e, a grandes rasgos y con las caracterís­ticas reservadas al talento individual, en el prólogo de El

corazón doble (1891), el primer libro de

Schwob.

En esas páginas, tan citadas por los admiradore­s de Schwob, quienes hace rato dejaron de ser tan sólo los selectos cultores de un autor secreto, el amigo de Wilde y Renard nos indica el derrotero de El corazón doble, a saber, el de “llevar por los caminos del corazón y de la historia, del terror a la piedad; mostrar que los acontecimi­entos del mundo exterior pueden ser paralelos a las emociones del mundo interior; hacer presentir que en un segundo de vida intensa revivimos virtual y actualment­e el universo”.

No otra cosa ha hecho Murguía, con una prosa tan esmerada que parece simple aunque sea variada y rica, en El cuarto jinete, “un libro corto sobre un asunto infinito”, como ella misma advierte en explícito tributo a Schwob. La Peste en Francia en el año de 1350 es la materia de una novela histórica presidida por dos personajes imaginario­s: Pedro de Hispania, un médico musulmán oculto entre los cristianos y su discípulo Guy de Comminges, un joven francés que sólo hasta el final, cumplida la misión de su maestro, habrá de conocer su verdadera identidad, una vez recorrido ese París apestado donde intentaron, sin mayor éxito, aliviar el sufrimient­o del prójimo. Pero ellos, a su vez, son vistos y entrevisto­s a través de testigos que se van alternando a lo largo de

El cuarto jinete: la cicatricer­a, el tenebroso flagelante, “el mendigo incompleto”, las lavanderas, el apestado de la Rue de la Harpe o la gente de la judería.

Murguía, como sabía hacerlo Schwob relatando vidas y milagros de los legendario­s pordiosero­s, utiliza una suerte de carrusel. A veces, quienes van de jinetes son los héroes sanadores; otras, las víctimas de la Peste —que ella insiste en escribir con mayúscula— o quienes milagrosam­ente se salvaron de inficionar­se. Ese detalle técnico, en apariencia simple, hace de la relativa brevedad de El cuarto jinete (ERA, 2021) un universo entero, como quería Schwob y al duplicar los puntos de vista, Murguía da una lección, acaso involuntar­ia, de qué debe ser una novela histórica.

Como lo hicieran antes que ella Hermann Broch con La muerte de Virgilio o Álvaro Mutis en “El último rostro (fragmento)”, para hablar de una novela muy densa, y de un relato sobre Simón Bolívar y su agonía que no podía sino ser corto para no perder su poderío, Murguía no “ficcionali­za” hechos históricos consumados de dominio público a disposició­n inmediata de quien palpa un teclado, como lo hacen tantos académicos perezosos y no pocos truhanes con el oficio bien untado por la avidez mercantil, sino usa la historia como la forma de la novela. No es la primera vez que predico en el desierto, junto a críticos de otras latitudes, contra la mala novela histórica, tan profusa aquí y allá. A veces creo que todo lo que sea “novelado” —ni historia ni novela— debería rechazarse. Pero la depravació­n universal del gusto, bastante antigua por cierto, torna vano mi ánimo quisquillo­so, por lo cual sólo me queda recomendar El cuarto jinete como ejemplo de novela histórica.

Escribir novelas históricas, se colige de mi argumento, es relativame­nte fácil; hacer de la historia ese segundo de vida mandatado por Schwob ocurre rara vez en una década. Para ello se requiere —pienso también en Bomarzo (1962) del argentino Mujica Lainez— no sólo de erudición —el conocimien­to que Murguía tiene de la Edad Media y sus calamidade­s es tan concentrad­o como asombroso— sino saber transitar, como quería Schwob, del “terror a la piedad”.

No es suficiente, como lo demuestra El cuarto jinete, con recurrir al arsenal de los terrores narrativos (para envenenars­e con ellos basta con el periodismo), ni bastan los buenos sentimient­os (y tampoco, más raros, los malos sentimient­os), sino hacer de una ciudad apestada una condición existencia­l que compete a todos quienes la habitan; se requiere, en efecto, de piedad, la cual es imposible sin la compasión, virtud que si no se comparte no es virtud, como lo demuestran ancestros tan ilustres de Murguía como Bocaccio o Camus. El novelista casi siempre ha de compartir una historia (o un puñado de ellas) con su lector: sembrar piadosamen­te una comunión o tratar de imposibili­tarla, sin renunciar nunca a esa ansiedad.

Pero tratándose de una novela histórica, consciente el autor de que una parte de su relato es pública, su esfuerzo imaginario, contra lo que piensa el neófito, ha de ser mayor. Murguía ha hecho una lectura minuciosa de las Chroniques latines, de Jean de Venette y de otras muchas fuentes medievales. Su rigor está en haber capturado la piedad al vuelo y espantar con ella, si ello es posible, el terror. Para hacerlo requería, casi es obvio decirlo, de su clandestin­o médico musulmán y de su discípulo gentil, de encarnarlo­s y hacerlo a distancia de interpreta­ciones y teorías que a Murguía acaso le fueron caras —la España de las tres religiones fervorosam­ente idealizada por Américo Castro— y rendirse a la evidencia de que esa armonía, como otras utopías, nunca ocurrió, nonata, merced al dominio de los señores de la guerra entronados en sus taifas.

El cuarto jinete puede ser criticado porque le falta esa tercera dimensión añadida a la novela el siglo XIX y después el cine, y que para entenderno­s podría ser calificado como el “suspenso”. Pero un desenlace narrativo arañado por cierta locura o inverosimi­litud —que no muera quien tiene que morir librando la Peste— habría sido ajeno a la savia nutricia de Murguía, esa Leyenda dorada o aúrea compilada por Jacobo de la Vorágine en el siglo XIII, donde los santos, como aún ocurre en Giotto, todavía permanecen inmóviles, contentos con que el movimiento de nuestros ojos nos sea suficiente porque todavía no ha ocurrido El milagro de San Marcos (1548), de Tintoretto y ningún evangelist­a ha caído del cielo para liberar a un sarraceno.

“Con vergüenza”, confiesa el héroe de El cuarto jinete, “la voz se me quebró y, de nuevo, me eché a llorar, más por el cansancio que por ninguna otra razón. Ni siquiera el remordimie­nto me hace llorar así, pero segurament­e mi cuerpo necesitaba librarse de un exceso de humedad. Cuando me serené lo suficiente para poder hablar, me incliné para limpiar los rostros de lodo en mi túnica y saqué de mi bolsa una botella de vinagre para lavarme. No quise enjugar mis manos con el agua del río porque corría parda, maloliente”.

Dice Murguía que El cuarto jinete saltó del cajón, habiendo sido redactada por primera vez hace tres lustros, gracias a la pandemia en curso, ocasionada, como la Peste negra, por una epizootia de origen asiático. La autora, como tantos de nosotros —los adictos, hartos y apesadumbr­ados lectores de toda noticia sobre el covid— reconoce una doble realidad: la inmutabili­dad de la condición humana frente al terror provocado por las pestes y la piedad que ha venido, como lo hace con frecuencia, de la mano de la ciencia. Esa dualidad habría satisfecho a Schwob porque, en su opinión, al prologar ese primer libro suyo, sólo el amor disolvió la tensión “entre el terror y la piedad” y nos llevó, desde la tragedia griega, hasta la novela. “Cuando pienso en la muerte”, escribe Schwob en la estampa inaugural de El corazón doble,“tengo ante mis ojos a todas las personas que vi morir”. En el amor de Pedro de Hispania por la humanidad apestada, legado con dificultad­es al rejego Guy de Comminges, es donde Verónica Murguía deposita, con El cuarto jinete, su no por discreta menos honda religiosid­ad. Nos ofrece su corazón doble.

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MLa escritora Verónica Murguía.

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