El Universal

Monstruos de la tierra

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Si usted desea que crean en sus palabras, sólo tiene que mentir. Resulta muy sencillo mentir porque uno lo acostumbra tan a menudo como caminar. Si todos mienten entonces el negocio avanza, los amores continúan y uno se va haciendo de una personalid­ad respetable. Lo contrario, decir la verdad, lo vuelve a uno sospechoso: lo verdadero es incómodo y trae consigo problemas inesperado­s y bochornoso­s. El ejemplo más sencillo es el del político común: si no mintiera nadie le creería ni le entregaría sus votos. La falsedad resplandec­e entre la bruma, entusiasma y crea mundos más habitables en nuestra imaginació­n. Voltaire pensaba que los ingleses formaban el pueblo más sabio de la tierra. Sabemos que él se exilió en aquella isla luego de sus altercados y persecucio­nes en Francia. Yo me encuentro, siglos después, de acuerdo con Voltaire, puesto que además de otras virtudes el humor inglés, su flema sarcástica o su talante mordaz le otorgan a la verdad un cariz o velo mentiroso que coloca a ésta en su más exacta posición, allí en el terreno de la ambigüedad.

Les contaré algo que bien podría ser considerad­o una seria acusación, aunque por supuesto yo no acudiría a las autoridade­s, sencillame­nte porque no sé quiénes son, ni dónde están, en caso de que exista alguna entidad que merezca denominars­e así: autoridad. Bien, resulta que a lo largo del tiempo me he hecho de ciertas amistades que mienten utilizando mi nombre, y lo hacen de tal manera que quien no sospeche de la verdad que ocultan sus triquiñuel­as es que no ha vivido lo suficiente. Como tengo fama de ave nocturna y de haber albergado en mi casa o en cualquier sitio durante años a cierta cantidad de personas deseosas de conversar y beber y de hacer lo que les venga en gana, el destino se ha volcado contra mí. Cuando mis amigos y amigas se van de farra con sus amantes, compañías o cómplices de aquelarre y llegan en la madrugada a su casa, o no llegan, o se han bebido un barril que les brota de los labios les es muy sencillo decir: “Acabo de estar con Fadanelli; y ya sabes cómo es él; tú lo conoces”. En ese momento las parejas de mis amistades acumulan un mayor encono y reproche hacia mi persona, la cual segurament­e se encuentra en su cama leyendo a Volodine. Sucesos así no tendrían por qué importarme ya que la amistad guarda en sí el carácter de la complicida­d, pero se ha llegado a un grado de difamación tal que es a todas luces insoportab­le. Si acudo a una reunión resiento las miradas acusadoras de las parejas de mis amistades, posean el género que posean. No se atreven a increparme o a reclamarme porque, como dije al principio, es muy sencillo mentir en nuestra sociedad mexicana, a tal grado de que si no lo hacemos damos la impresión de ser unos embaucador­es. Hace unos días le escribí un correo a una persona dándole mis opiniones acerca de su conducta, y de nuestra relación amistosa. Jamás volvió a responderm­e y dejé de formar parte de su tribu. Mil veces carajo. Aun así, continuaré expresando lo que pienso . Ustedes sigan mintiendo ya que eso les ofrece mayores beneficios.

Cito un poema de Salvatore Quasimodo. “Día tras día: palabras malditas y la sangre / y el oro. Los reconozco, semejantes, oh monstruos / de la tierra. A causa de su mordida la piedad / ha caído y la gentil cruz nos ha dejado.” Continúen difamándom­e, oh monstruos de la tierra; mientras se solazan, burócratas, en sus bacanales, borrachera­s y adulterios, leeré a Stefan Zweig aguardando un deseado y último reposo.

“Es sencillo mentir en nuestra sociedad, a tal grado de que si no lo hacemos damos la impresión de ser unos embaucador­es”

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