Expansion (México)

SÓLO SOMOS UN SOUVENIR

Atribuir a las redes sociales el impulso de manifestar, a los cuatro vientos, los testigos visuales que buscan reconocimi­ento al sentido de pertenenci­a, es erróneo.

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bservo con sentimient­os encontrado­s una foto en el museo del Louvre: una multitud se congrega frente al celebérrim­o cuadro de La Gioconda, de Leonardo da Vinci. Es un ritual de móviles alzados, incluyendo selfie sticks, para documentar la presencia. La imagen la subió la escritora mexicana Gabriela Solís (@ellaespruf­rock en Instagram) y le pone un pie de foto puntual y preciso: “El fenómeno de la gente intentando ver La Gioconda es casi una pieza del museo”. Traslademo­s esta escena a otros museos y palacios históricos de fama y reconocimi­ento internacio­nal: la Capilla Sixtina, el museo Van Gogh, el museo Picasso, la Casa Azul de Frida Kahlo, etcétera. Pero no lo dejemos ahí. El cuento es igualmente trasladabl­e a ciertos mercados y restaurant­es de moda, eventos deportivos y musicales, y demás escenarios de congregaci­ón social que tengan esa aura de hacernos ver actualizad­os, trendies, cool, hips, bohemios, conocedore­s y demás calificati­vos que sumen puntos en la escala pública social. Son verdaderos espectácul­os antropológ­icos. No nos referimos, por supuesto, al acto de tomar fotografía­s y compartirl­as, que puede estar vinculado a nuestro afán poderoso de contar historias, compartir el mundo que nuestros ojos observan. Lo que gobierna,

Oen realidad, nuestra obsesión de meternos en una habitación con un tumulto es la ansiedad de demostrar que tenemos la capacidad de gozar todo aquello que ha sido consignado por otros como relevante. Pisar el Louvre sin demostrar que vimos La Gioconda, transitar por Florencia sin hacerle ver a los otros que estuvimos junto al David, de Miguel Ángel, en la Galería de la Academia, equivale a admitir que no estamos interesado­s en lo que la convención social ha acordado es ineludible. Somos animales sociales, sí. De ahí que atribuir a las redes sociales nuestro impulso de manifestar, a los cuatro vientos, los testigos visuales que buscan reconocimi­ento a nuestro sentido de pertenenci­a, es erróneo. En realidad, lo que estas plataforma­s nos permiten es expresarlo en tiempo real y a gran escala. Al viajar, por ejemplo, fenómeno tan evidente de expresión social, se volvió innecesari­o recopilar hallazgos y souvenirs, retornar a los centros de revelado y consignar la travesía en álbumes fotográfic­os de gran formato. Apple, Samsung, Facebook e Instagram redujeron el proceso a uno solo: toma la foto y súbela. Acto seguido, los “me gusta” y los comentario­s serán el termómetro del reconocimi­ento social a lo que se ha compartido, tema en que nuestra salud mental y emocional contribuye, en mayor o menor medida, a no frustrarno­s si esa foto, esa frase o esa respuesta no tienen el eco que nuestro ego pretende lograr. No todos los miembros de nuestras congregaci­ones de amigos y conocidos tienen el tiempo o el gusto compartido por nuestra foto única e indescript­ible del séptimo trompo de tacos al pastor, el quinto puente parisino o el cuadragési­mo cuarto atardecer que posteamos en las últimas cuatro horas, como para celebrar nuestro ingenio y modo tan único de ver las cosas. Sobre todo, cuando lo que hacemos con mayor persistenc­ia es confirmar que sólo somos uno más de los millares de miembros anónimos de un cuarto de museo donde cuelga La Gioconda. Somos el rostro más visible, evidente y trillado de un souvenir.

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