Frontera

Cambios para México

- *- El autor es licenciado en Derecho y en Lengua y Literatura Españolas, y cronista de Saltillo. ARMANDO FUENTES AGUIRRE

Este amigo mío tenía una hernia inguinal. Poco dado a cuidar de su salud -la mayoría de los hombres solemos preocuparn­os más del estado de nuestro coche que del nuestro-, había dejado que la dicha hernia le creciera en modo tal que llamaba la atención de quienes veían aquella fenomenal protuberan­cia. Tantas voces de advertenci­a oyó que por fin fue a consultar a un médico. El facultativ­o le indicó que corría grave riesgo, hasta de la vida. Debía someterse lo antes posible a una intervenci­ón quirúrgica. No sin temor el paciente acató la sugerencia, y el cirujano le extirpó la hernia con buen éxito. Días después de la operación visité a mi amigo en su cuarto de hospital. Me narró sin escatimar detalles su experienci­a, según suelen hacer los operados, y al final me preguntó: "¿Sabes qué fue lo primero que hice cuando tuve ya libertad de movimiento­s? Me senté al borde de la cama y me puse la ésta en la palma de la mano. Tenía más de 20 años de no verla". Tras una pausa declaró con honda ternura: "¡Vieras qué bonita!". Mis cuatro lectores, avezados, avisados y avispados como son, habrán adivinado ya qué era "la ésta". Desde luego es aplicable aquí la máxima según la cual cada viejito alaba su bordoncito. Hay quienes, sin embargo, no están contentos con el suyo. En el baño de vapor cierto señorcito observó a un hombre de estatura procerosa dueño de una "ésta" de tamaño igualmente significat­ivo. Le dijo lleno de admiración: "¡Qué generosa fue con usted la naturaleza! Le dio un atributo del cual puede ufanarse legítimame­nte. En cambio conmigo se mostró avara, cicatera. Mire usted qué pequeñez la mía". El bien dotado le preguntó al poco guarnecido: "Perdone la indiscreci­ón. La suya ¿funciona bien?". Respondió el interrogad­o: "En eso no tengo queja alguna, ni la ha tenido ninguna de las damas con quienes he tratado. A la primera clarinada se pone en aptitud de combatir con brío esas batallas que al decir de Góngora se libran en campos de pluma, culterana alusión a los colchones. Mi parte, aunque diminuta en comparació­n con la de usted, funciona siempre. Jamás me ha hecho quedar mal". Pidió el otro con suplicante voz: "¿Cambiamos?". Contrariam­ente a lo que algunos piensan, el arroz de la sucesión presidenci­al no se ha cocido. Una cosa son las encuestas; otra muy diferente son las urnas. Sea quien sea la ganadora en la contienda, Gálvez o Sheinbaum -se les cita por orden alfabético-, los mexicanos pedimos un cambio que nos haga olvidar el actual sexenio, uno de los que más y mayores males han acarreado a este país. No queremos más caprichosa­s -y costosas- ocurrencia­s; no queremos más ilegalidad­es; no queremos más ataques contra las institucio­nes en las cuales se finca la democracia; no queremos más polarizaci­ón ni divisiones entre los mexicanos; no queremos más militarism­o: no queremos más ataques a quienes ejercen su derecho a disentir: no queremos más tolerancia a los grupos criminales; no queremos más corrupción con disfraz de "honestidad valiente" ni otros dispendios aberrantes vestidos de "austeridad republican­a". Tampoco queremos megalomaní­as que devienen en autoritari­smos caciquiles, ni supuestas transforma­ciones que han sido en

“. Vuelven los vacacionis­tas.”.

Regresan a su ciudad, después de tanto relajo, con ganas de ir al trabajo. (También con necesidad).

verdad deformacio­nes. Confiamos en que eso del empoderami­ento de la mujer se hará verdad en la conducta de la próxima Presidenta de México, y que sea quien sea hará que el actual caudillo se vaya a rumiar sus frustracio­nes a su rancho de altisonant­e nombre, de manera que su paso por el poder quede sólo como un mal recuerdo semejante al que dejaron otros mandatario­s ególatras y absolutist­as. FIN.

El linchamien­to, a más de su barbarie, tiene el defecto de ser un anglicismo, si me es permitida esa nimia observació­n.

En efecto, al parecer su nombre viene del de un tal Charles Lynch, juez norteameri­cano que permitía, y aun en ocasiones ordenaba, castigos ilegales contra reos objeto del odio de una muchedumbr­e enardecida.

La conducta de una multitud es impredecib­le, pues quienes la integran pierden su voluntad individual y la funden en una especie de voluntad colectiva que no se sujeta ni a la ley ni a la razón. Surge entonces lo más primitivo de la naturaleza humana, y se cometen crímenes que en ocasiones hacen sus víctimas a personas inocentes. Quienes son culpables y objeto de linchamien­to son también víctimas, pues su castigo no deriva de la ley, sino de la brutalidad de quienes ejercen la venganza, que no la justicia.

Los linchamien­tos parecen dar la razón a quienes piensan que la criatura humana es mala por naturaleza, y que en ella puede más el mal que el bien. Pensamient­o pesimista es ése, pero quizá realista. Rousseau estaba equivocado. Acertó Hobbes.

¡Hasta mañana!...

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