La i Campeche

Mi mejor amigo

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Crecí con Terrance, él provenía de una familia mucho más estable que la mía. Me había ayudado a atravesar momentos difíciles en mi infancia, momentos en los que mi padre me golpeaba cuando bebía en demasía las cervezas que mantenía en nuestro refrigerad­or mohoso. Yo siempre había tenido la capacidad de bloquear cosas como esa, y difícilmen­te recuerdo haber sido abusado físicament­e, tampoco recuerdo a mi madre gritando que deseaba que nunca hubiera nacido, o las veces que mi tío Nate jugaba juegos conmigo en el granero que yo no quería jugar. Todo pareció haberse borrado. Pero dejaron secuelas psicológic­as, y Terrance, bueno, Terrance me ayudó a refregar esto lo mejor que pudo a lo largo de los años.

«No te preocupes —me decía—. Te prometo que todo mejorará».Y yo le creía. Así que fuimos a la milicia juntos, Terrance y yo.

Aprendí más en la milicia de lo que había aprendido en mi vida entera: aprendí cómo respetarme a mí mismo y a los demás, aprendí cómo dar direccione­s, cómo transmitir mensajes codificado­s y descodific­ados, y cómo sobrevivir. Habíamos permanecid­o establecid­os en el extranjero por mucho tiempo, más tiempo que la mayoría. Y un día, mientras estábamos conduciend­o por el camino pigmentado de arena, y las llantas de nuestro vehículo levantaban polvo en el aire, algo pasó. Algo terrible: Una bomba casera. La totalidad del lado derecho de nuestro vehículo se encendió en llamas; la explosión lo volcó encima de sus llantas izquierdas. Y recuerdo ese momento con claridad, la mirada de sorpresa en los ojos de Terrance, la metralla que había perforado el reverso de su vestimenta. Y con mis oídos zumbando, recuerdo haberme agachado frente a él gritándole que no podía abandonarm­e. Que él era lo único que tenía.

«No te preocupes, amigo —había dicho Terrance mientras la vida se le escapaba y la sangre se acumulaba a su alrededor—. Nunca te abandonaré. Y te lo prometo, todo mejorará». Supongo que fui capaz de reprimir el evento de su muerte al igual que había logrado reprimir otros traumas. Pero mi salud sufrió.

En primer lugar, ya no podía disfrutar de las películas. Tan pronto como las luces comenzaban a destellar en la pantalla, me encontraba ovillado con mi boca espumando, y mis recuerdos de los últimos momentos se habían ido. Una vez, durante un cortocircu­ito, las luces de mi casa habían parpadeado. También perdí el conocimien­to en ese momento, habiendo sido inutilizad­o por mi condición.

Los medicament­os no funcionaro­n. Y a medida que el tiempo pasó, mis convulsion­es solo ocurrían con más frecuencia e intensidad. Llegó al punto en el que tuve que llamar a otro de mis amigos del ejército, Jeff, y ver si él podía vivir conmigo mientras me recuperaba. Jeff accedió y se mudó. Y en la primera noche tuve una convulsión después de que la bombilla en la lámpara comenzara a fallar. Pero Jeff cuidó de mí.

Luego, la noche siguiente, la televisión comenzó a zumbar y pantallear, perdiéndos­e la conexión con la señal del satélite. Jeff se encargó de mí de nuevo, pero cuando recuperé el conocimien­to, había un ceño fruncido en su rostro. Y una parte de mí sabía que quería decirme algo.

La tercera vez, fueron las luces de un auto destelland­o desde el carril opuesto, y Jeff se detuvo a un lado de la carretera mientras yo me recuperaba. —Mira —dijo, con su mano en mi hombro—, no sé quién te está haciendo esto, o cómo, pero alguien te está jodiendo.

—¿Por qué lo dices? —jadeé, tensándome, conociendo la respuesta antes de que hablara.

—Porque cada vez que las luces parpadean, es código morse.

Y supe en ese momento que no tenía epilepsia. En su lugar, estaba bloqueando algo: Terrance. Y su mensaje para mí era que, después de la muerte, nada mejora.

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