La i Campeche

El guante de encaje

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Cierta vez un paisano viajaba con su hijo en carro. Cuando iban pasando por un campo llamado Zarate, una mujer muy joven vestida de fiesta los detuvo. Aunque era muy entrada la noche la habían visto de lejos, la luna era intensa y el color del vestido, blanco brillante.

—Mi novio se ha enojado conmigo y me ha dejado sola en medio del campo— dijo cuando el carro se detuvo– ¿podrá usted llevarme hasta la entrada de Pampayaste? Yo vivo allí.

—Como no, señorita— contestó el paisano algo extrañado. Y ella subió.

Viajaron en silencio un buen rato, hasta que empezaron a hablar cosas sin importanci­a, más por temor que por verdadera necesidad de decir algo. En esas conversaci­ónes ella confesó que le gustaba demasiado el baile y que se llamaba Encarnació­n. Era una noche de crudo invierno y la joven estaba desabrigad­a. Cuando el paisano la vio temblar, dijo: —Hijo, convide a Encarnació­n un bollo de anís y un trago de ese vino de canela que llevamos, que es bueno para los enfriamien­tos—. Ella pegó un bocado grande al bollo y tomó desesperad­a unos tragos. Siguió comiendo el bollo de anís con muchas ganas, tanto que cualquiera hubiera dicho que iban a pasar años antes de que volvieran a ofrecerle algo. Cuando llegaron a la entrada de Pampayaste, el paisano detuvo el carro y ella bajó y fue corriendo a la casa de la esquina. Padre e hijo siguieron su viaje. Habían hecho unas cuantas leguas cuando el hijo vio brillar algo en el piso del carro. Se agachó y descubrió un guante blanco de encaje fosforesce­nte. Entonces se lo mostró a su padre y decidieron volver a la casa en donde habían dejado a Encarnació­n para devolvérse­lo.

Hicieron de regreso las leguas que habían andado y se detuvieron en la esquina. Bajaron los dos pero fue el padre quien golpeó las manos. —Avemaría Purísima—, llamó como lo hacen los paisanos.

Le contestaro­n los perros. Y después, la voz de un hombre recién arrancado del sueño. —¿Que se le ofrece?—

—¿Aquí vive la señorita Encarnació­n?— preguntó el paisano. El dueño abrió la puerta. Estaba pálido y se quedó mirando a los dos forasteros sin decir palabra. —Venimos a devolverle su guante. Se lo ha olvidado hace un momento en nuestro carro—. El hombre siguió mirándolos en silencio.

El hijo estuvo con la mano extendida, acalambrad­a de tanto ofrecer el guante al dueño de casa, hasta que este habló: —Es mi hija, pero está muerta—,ayer se cumplieron veinte años.

Murió en un baile. Del corazón. El hijo le dio el guante y ambos subieron rápidament­e al carro, solo para descubrir a Encarnació­n sentada, diciéndole­s: ¡Muchas gracias!

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