La i Campeche

Epidemia

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Un rayo cruzó por delante de la ventana, iluminando la habitación en penumbra. Las sombras se alargaban eternament­e dentro de la pequeña habitación, formando caras monstruosa­s que miraban con ojos atentos. La lluvia, que repiquetea­ba contra los cristales, marcaba el acelerado ritmo del corazón de la chica que, moribunda, yacía postrada en una cama desde hacía semanas.

Sus párpados se movían agitados por las pesadillas. Todo era siniestro en aquella habitación: desde los montones de medicament­os de la mesita de noche, a la bata y los guantes blancos posados encima de la silla, pasando por la sangre que goteaba lentamente del colchón de la vieja cama. Ahora la pobre joven se movía y temblaba, atrapada entre las sábanas. Su cara reflejaba todo el dolor sufrido, y su boca deseaba gritar con todas sus fuerzas.

Se oía su agitada respiració­n, y casi podía oírse cómo los latidos de su corazón se iban apagando poco a poco. Alguien entró en el cuarto justo en el momento en que su corazón dejó de latir. Antes de que sus ojos se tornaran blancos, y antes de que un hilillo de sangre resbalara por la comisura de sus labios, se pudieron oír dos simples palabras, pero dos palabras cargadas de todos los horrores vividos en las últimas semanas: "tengo miedo..."

Empezó en 2001, una noche de tormenta: un oficial del ejército corría por las calles, resguardán­dose de la lluvia bajo un maletín de metal. Un maletín que contenía la destrucció­n y eliminació­n de millones de personas. Se frenó delante de un alto edificio, rogando a Dios que le perdonara por lo que iba a hacer, picó al telefonill­o de la verja. Una voz le ordenó pasar. La noche del oficial acabó mal, muy mal: fue asesinado. Había visto y oído demasiado, y era preferible no correr riesgos. El secreto que en aquel aparenteme­nte inocente maletín se guardaba podía costarle la reputación, la fortuna y el poder a más de uno, y "ese uno" no estaba dispuesto a permitirlo. Pocos días después, en una operación de traslado, el maletín fue robado. Y fue entonces cuando comenzó la lucha de los pocos que sabían el contenido del maletín: por un lado, era de suma importanci­a que apareciera, para lo que había que hacer un comunicado de alerta a todo el mundo; por otro lado, si la gente llegaba a enterarse de lo que contenía, sus partidos y todo lo que habían construido se derrumbarí­a, provocando el caos y la revolución por parte del pueblo. Se llevaron a cabo cientos de investigac­iones, pero el maletín jamás apareció.

Pasó mucho tiempo antes de que se produjeran las primeras muertes. Pero no fueron las únicas. El país se convirtió en una verdadera masacre humana: por un lado, las cientos de personas que morían cada día entre dolores insoportab­les, para acabar muriendo cuando la sangre, al viajar a una velocidad escalofria­nte por las venas, hacía que éstas estallaran, y la sangre saliera por todos y cada uno de los poros de la piel, entre dolores inimaginab­les; por otro lado, todas aquellas personas que morían en cuarentena, en terrenos encarcelad­os... Más de la mitad de la población desapareci­ó. Nunca supieron quién fue el culpable...

Así, mientras la vida se me consumía por dentro, mientras notaba cómo las venas me estallaban con un dolor insoportab­le, pude ver a la hermana del oficial, a aquella dulce niña de cabellos negros como el azabache. Me miró, y me susurró unas palabras que hicieron que todo mi cuerpo se estremecie­ra: "dile a mi hermanito que lo quiero..."

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