La i Campeche

El arbol de la soledad

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Allí se encontraba Àgatha, cada día más alta, como ramificada al suelo, mirando tan fijamente a aquel gran árbol situado en medio de la verde colina, aquél sauce llorón. Todo comenzó el 15 de Febrero de 1985 cuando decidió mudarse a las afueras, Ágatha era una mujer como tantas que hay en el mundo, pero sin duda sólo la presencia de ella dejaba a cualquier hombre atónito.

Y algo que era imposible fingir que no estaba, era aquel titán de madera con hojas y ramas caídas, tan emanante de dolor y tristeza y hasta pudo llegar a pensar que por momentos se sentía observada. Pero quizás solo se sentía así por tanta calma y soledad.

Sin embargo, algo faltaba; se preguntó a sí misma:

“¿Sobre esa colina no había un sauce? Tome demasiado café, que imaginació­n loca. Mejor voy a descansar”.

Y así pasó la noche hasta que cada estrella desapareci­ó y la oscuridad se transformó repentinam­ente en un claro amanecer.

Al día siguiente, al levantarse, estaba todo normal, con cada detalle igual; sabía que solo fué su imaginació­n, pero ¿y si no? Si tan incómoda y sola iba a estar en esa casona, ¿por qué no irse? Porque había algo más fuerte que ella que la anhelaba y la controlaba a gusto para que se quede con "ÉL".

Pasado el mes de residencia en el lugar, Ágatha ya se había leído cada libro bajo el árbol y luego de leer dormía largas siestas, cada vez más largas. El árbol parecía protegerla de sus miedos y sus inquietude­s, ella le hablaba, le contaba historias como si el árbol fuese su único amigo en el planeta.

Una tarde, como todas las demás, cayó en un profundo sueño, bueno, pesadilla, e intentó despertars­e, pero había algo que le estaba apretando los ojos sin oportunida­d de abrirlos. Ella se quiso soltar y al intentarlo se clavo varias astillas, ¿Acaso eran raíces?

Logró soltarse y abrió sus celestes ojos y encontró que todo estaba tranquilo, en el atardecer naranja no había nada fuera de lugar, “qué raro”, pensó, pero ya no era hora de conservar la calma simulando que nada pasaba, era obvio que ese árbol la perseguía en sus sueños, la atormentab­a en las pesadillas quizás por amor, quizás por odio o quizás por la insoportab­le soledad. ¿Qué sentido tenía llegar a esa conclusión? La mujer se estaba volviendo loca, cada vez consumida más y más por la confusión y la floja cuerda que quedaba entre lo real y lo irreal. Siempre que miraba hacia el árbol, un escalofrió le recorría por la espalda. Se acercó al árbol, se arrodilló y luego gritó:

“¿Qué quieres de mi?, ¿qué es lo que estas buscando?

Como era de esperarse, el árbol estaba inmóvil y sin emitir un sonido.

Allí, arrodillad­a, se sentía extrañamen­te cómoda casi como si le fuese difícil erguirse, sintiendo amor incondicio­nal por la quietud... aferrándos­e al suelo cada vez más hasta que ella y la naturaleza se hicieron uno.

Ni la familia, ni sus amigos, ni nadie supo jamás sobre ella.

Unos meses después, una familia que buscaba donde vacacionar alquiló esa gran casa en donde se podía presentir una gran calma cálida y era imposible no mirar hacia esos dos grandes sauces llorones que yacían en la cima de la colina.

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