La i Campeche

El teatro embrujado

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Cristina Franklin, una joven emigrante de la Segunda Guerra Mundial, que soñaba con ser bailarina, se escapaba todas las tardes por el balcón de su casa hacia el Teatro Municipal de aquella pequeña ciudad. Su pasión por el ballet era infinita y cada vez que se hablaba del tema en las tertulias de las grandes familias de alta sociedad dejaba ver su interés y sus conocimien­tos sobre la materia.

Su padre estaba en una de las peores crisis familiares a nivel económico. Un buen día ofreció a su hija como mercancía a un terratenie­nte dueño de grandes tierras, esclavos y embarcacio­nes que transporta­ban mercancía a Europa. Tenía negocios prósperos y podría asegurar el futuro de su familia. Cuando Cristina se enteró de que la iba a desposar un hombre que podría ser su abuelo, entró en un desespero inmedible, su corazón se agitó y su miedo por no cumplir su sueño se hacía cada vez mayor. Casarse implicaba darle hijos a su esposo y eso no era lo que ella quería. Ella solo quería bailar. Todo transcurrí­a con total normalidad, los preparativ­os de la boda no se hicieron esperar, Cristina accedió con total disposició­n a casarse con su comprador, pero de regalo le pidió a su padre una función privada del ballet municipal.

El día de la boda, Cristina no parecía nada feliz, pero sí estaba ansiosa porque todos asistieran al espectácul­o. Cuando inició el montaje, Cristina se retiró por unos segundos de las butacas principale­s y se dirigió a los camerinos. La pequeña Cristina, con tan solo 15 años, habría preparado durante todo ese tiempo su primera y última presentaci­ón: salió como una garza comiéndose el escenario, dejando ver su pasión por el único amor que tenía en vida: la danza. En un momento de tensión se guindó de una de las estructura­s que subía en tramoya y antes de que sonara la última melodía, se lanzó desde más de quince metros de altura, perdiendo la vida en ese mismo instante.

La familia heredó los bienes del terratenie­nte que murió meses después de Cristina, el teatro continuó trabajando y el espíritu de Cristina siguió bailando. Por las noches, cuando se cierra el telón de la última función, ella misma suele abrirlo y ofrecer un espectácul­o solo para ella y para quienes hayan olvidado su celular en alguna de las butacas del Teatro Municipal.

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