La i Campeche

Las Casa de los Suspiros

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De la cuna del niño sonaba un ruido muy raro aquella tarde de abril en el campo de la familia Kingtong. Migdalia salió corriendo a ver quién atendía a su hijo antes de que este rompiera en llanto. Todo parecía ser producto de la fuerte brisa que azotaba la región, incluso se había advertido que se avecinaría un tornado.

Esa tarde su esposo la detuvo antes de que ella alcanzara a llegar a la cuna y le dijo que todo estaba bien. Migdalia se tranquiliz­ó y se sentó en la mecedora del porche, no confiaba en él, pero sentía miedo de contradeci­rlo. Jean era su esposo, un leñador trabajador que siempre estaba ebrio. En ocasiones la golpeaba cuando esta no podía calmar al bebé que siempre estaba enfermo por algún virus o por tener las defensas bajas. Pero justo ese día, Jean la veía con una mirada diferente y más profunda e intimidant­e de lo habitual.

Ella solo le dibujaba una sonrisa falsa. Jean se apoyó sobre la parte de atrás de la mecedora en la que reposaba Migdalia.

—Te extraño mucho—, le suspiro en la oreja a Migdalia.

—Yo también—, le respondió. —Creo que debemos pasar más tiempo juntos—, prosiguió.

Migdalia lo quería a pesar de todo y entendía la fuerte depresión por la que pasaba su marido luego de la muerte de su hijo mayor. Tenía esperanzas de recuperar su matrimonio.

Antes de que Migdalia se levantara de la mecedora y buscara alguna forma de conversar con Jean y solucionar las cosas, notó que su vestido apretado creaba una mancha de sangre en su piel. No entendía qué pasaba, volteó a ver a Jean, y este la veía con ganas de llorar. Jean rompió en un llanto silencioso mientras la veía a los ojos.

—Jamás pensé que podría hablar contigo después de la muerte—, le dijo Jean mostrando un puñal que tenía entre sus manos. Migdalia se sentía perdida, corrió directamen­te a la cuna y ahí estaba su hijo con el corazón detenido y mirando a lo lejos, y ella, observándo­lo confundida y observando su pecho que estaba agrietado por múltiples cuchillada­s, mientras de fondo sonaba como un suspiro el llanto de Jean.

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