La i Campeche

El autobús del cementerio

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Joaquín siempre realizaba el mismo recorrido cuando salía tarde del trabajo, que era casi siempre. Se subía al colectivo en la avenida más grande de la ciudad y luego se bajaba a cuatro cuadras de su casa.

El trayecto era tranquilo, a veces lidiaba con algunos perros callejeros que se amontonaba­n en los botes de basura, pero más nada. En las cuatro cuadras desde la parada hasta donde se encontraba su apartament­o también había un cementerio, el más viejo de la ciudad; famoso porque alberga los restos de personajes ilustres y no tan ilustres de la ciudad.

En aquel lugar no hay zonas grises: o eran maleantes o eran estrellas de la música, por ejemplo.

Cuando salió de la oficina a la 1:45 A. M., bastante tarde porque quiso preparar la reunión del día siguiente con unos empresario­s asiáticos, tuvo que esperar por más de media hora el colectivo: a altas horas de la noche es cuestión de tener suerte, o no, pues puede que arribes a la parada y el colectivo esté por llegar o se haya ido hace minutos. A Joaquín le pasó la primera opción. Una vez que se montó, observó que el chofer era un tipo bastante mayor y, adentro del colectivo, encontró más gente de lo habitual. Lo más extraño es que ninguno era de esos jóvenes que se pasan de tragos ni personas que trabajan por turnos, sino que eran personas con parecidos idénticos a quienes se encontraba­n en el cementerio. Joaquín pensó que las horas sin dormir le estaban jugando en contra, pero sucedió algo más extraño todavía.

El colectivo agarró otra ruta y parecía que iba justo en dirección de su casa como si el chofer supiera en donde vive. Se alegró porque no tendría que caminar, pero cuando pasó justo por el cementerio, el camión se detuvo.

Los pasajeros se levantaron y caminaron lentamente hacia Joaquín. Lo acorralaro­n; él intentó empujarlos, pero se multiplica­ron. Eran muertos vivientes y lo asfixiaban hasta que no pudo respirar más.

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