La i Campeche

Le pasa a cualquiera

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Marta estaba una tarde de un día feriado comprando un sweater, en una tienda vintage que vio en el centro. Se emocionó al ver que todavía conservaba el mismo precio de la última vez que vino. Se lo compró y de inmediato se lo puso.

Estaba muy feliz porque su tía, con la que vive, se fue de viaje a ver a su papá que está en su lecho de muerte. Por lo que salió a la calle con su nueva adquisició­n puesta y caminó dirección a su casa. Notó que en el camino alguien la seguía. Acostumbra­da a esto aceleró el paso. Cruzó de manera rápida e irregularm­ente y logró perder a su persecutor. Ella notó que en la calle por la que fue se empezó a colocar una barricada. Se oyó los cacerolazo­s, y ella ya sabía que eso era peligroso, porque si un Guardia Nacional la veía cerca de una protesta la podían meter presa pensando que ella se había sumado. Siguió caminando y en el semáforo vio pasar alrededor de una quincena de motos con Guardias Nacionales. Los que manejaban la última moto se detuvieron a su lado. —Mira preciosa, no deberías andar por la calle sola. Hay mucha gente mala y otras con ganas. Vaya para su casa.

Le dijo en tono pícaro y con una burla a Marta. Ella caminó más rápido. Solo faltaba un par de cuadras. Le pasó por al lado a un sujeto que la haló por el brazo. —Dame el teléfono.

—No tengo.

—Que me lo des o te quiebro. dijo mostrando un arma. Ella le dio el teléfono y el sujeto la soltó. La chica salió corriendo en llanto con dirección a su casa. abrió la puerta de su casa sin cerciorars­e de que cerrar, no tenía tiempo, y esta además se cierra sola. Antes de que cierre la puerta sintió un golpe en la frente, y cayó. Alguien le colocó la mano en la boca mientras otra persona le quitaba las llaves y entraron a su casa. El golpe en la frente le hizo perder el conocimien­to. Al despertar, Marta vio que su casa estaba completame­nte vacía.

Los muebles habían desapareci­do y los electrodom­ésticos de tamaño pequeño y los aparatos electrónic­os también.

Marta rompió en llanto y en desesperac­ión, no solo por lo que le acababa de pasar, sino porque no hay con quién denunciar a los que robaron su casa. Lo que más le aterró es saber que, cuando se lo cuente a alguien, lo que le dirán es que “pudo pasarle a cualquiera”.

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