El manicomio
Todo comenzó con un joven periodista aburrido de realizar los mismos reportajes de siempre. Al darse cuenta que le habían asignado otro trabajo común y corriente, se las arregló para convencer a su jefe de permitirle realizar una investigación en el Manicomio de Mérida. Entusiasmado, el joven fue a casa para hacer sus maletas, pero no quiso decirle a su esposa a donde iría para no preocuparla.
El periodista partió hacia Mérida, donde llegó al anochecer. Faltaba poco para llegar al hotel, cuando su auto sufrió una avería, dejándolo tirado a mitad del camino. La única señal de civilización que vio cercana fue el Manicomio, pero no le pareció buena idea acercarse a tales horas, pues temía que algo pudiera pasarle si descubrían que estaba ahí para realizar
una investigación.
Mientras intentaba averiguar la falla del coche, vio que se acercaba un autobús al que le hizo señas, tocó la bocina de su auto, pero el autobús parecía no tener intensión de detenerse.
Lo último que el joven pudo ver fue una intensa y cegadora luz blanca. Perdió la consciencia por un momento y al despertarse se encontraba tirado frente al manicomio, donde una doctora lo invitó amablemente a pasar, para que tuviera un refugio al menos esa noche.
Él estaba tan aturdido que simplemente aceptó.
Más tarde, el joven periodista fue despertado por horribles gritos que parecían salir de todas partes, en ese momento su vocación le indicó que averiguara un poco más, pero el sentido común lo invitaba a marcharse, lo cual no pudo hacer porque las puertas del lugar estaban cerradas. Por la mañana buscó la forma de irse, pero la doctora lo convenció de quedarse un poco a cambio de contarle cómo funcionaba todo en el lugar. Fue así que el chico pasó otra noche en el manicomio, solo para escuchar nuevamente aquellos desgarradores gritos. Convencido de que algo andaba mal quiso huir de ahí, pero se lo impidieron a toda costa. Lo llevaron hasta una sala donde le dieron fuertes descargas eléctricas directo al cerebro. Tal práctica lo volvió inestable.
Y así pasaron dos semanas. Cuando al fin recuperó un poco de cordura, lo primero que hizo fue llamar por teléfono a su esposa para pedirle ayuda, pero ella solo atinó a contestar: —Señor, ¡deje de bromear!, mi esposo murió hace dos semanas.