Normalizar la guerra sucia: a tiempo de frenar lo inadmisible
A los 17 años de edad, un servidor se inició en la carrera periodística. Aquel temprano debut vino aparejado de un hecho traumático para un adolescente: ser blanco de burlas e insultos públicos; comentarios básicamente homofóbicos y algunos centrados en rasgos físicos, entre otros menos clementes. Todos, animados desde el poder absoluto que ejercía el Gobierno de Antonio Toledo Corro. A través de su jefe de prensa, Cuitláhuac Rojo, operaba una red de golpeadores mediáticos para intimidar a quienes formábamos parte de un equipo periodístico que, bajo la égida de don Silvino Silva Lozano, denunciaba cotidianamente los excesos de aquel régimen en los 80.
Si una certeza tiene quien esto escribe desde aquellos años es que nacimos para este oficio. De manera que solo había una opción: resistir. Desarrollar una piel gruesa, factor que luego nos condujo al ejercicio periodístico desde las trincheras de la izquierda, por entonces una minoría en la que este atípico servidor encontró cobijo y sentido de pertenencia. Fue así que nos volvimos, sin exagerar, inmunes al ataque, al grado de encontrarlo cómico. A la fecha nos divierte recibir agresiones de todo tipo en las redes sociales, a sabiendas de que la mayoría procede de cuentas falsas.
Cierto: para sobrevivir hay que ser fuerte, pero hace unos días la perspectiva sobre el tema sufrió un giro radical en este columnista: qué peligroso resulta haber normalizado el hecho de ser blanco de infundios como parte intrínseca de nuestro trabajo. Eso no es normal. No debe serlo.
En tiempos en que el acoso sexual, laboral y de todo tipo sale a la luz pública, se denuncia por las víctimas y reforma legislaciones, la guerra sucia contra la libertad de expresión por parte de fuerzas políticas sigue siendo una tarea pendiente. Es el paso que sigue en este proceso de evolución social. Infinidad de jóvenes talentos han desertado de esta profesión al comprobar que, en efecto, es de alto riesgo, como lo reconoce la ONU: la reputación, la salud emocional y la vida misma van en prenda.
Nadie, ni joven ni viejo, ni hombre ni mujer, debe ser difamado, puesto que se trata de un delito que hoy aprovecha la impunidad del anonimato vía el mal uso de internet. Celebramos que un compañero columnista, Oswaldo Villaseñor Pacheco, haya roto esta inercia, ciertamente en escalada: días atrás se acusó a un periodista de ser narcotraficante y a otro de ser cómplice en el asesinato de un colega, por citar dos ejemplos, desde luego publicados sin sustento alguno. Villaseñor llevó el caso al plano jurídico y la Fiscalía General del Estado desarrolla actualmente una investigación sobre el origen de lo que ha resultado ser una red digital cuyo objetivo es denostar a periodistas, medios de comunicación, empresarios, funcionarios públicos y candidatos, incluidas sus familias. Se les inyectaba tal cantidad de recursos económicos para promocionarlas, que cada publicación podía ser vista hasta por un millón de usuarios.
El primer efecto positivo de la investigación cibernética de la FGE ya está a la vista: las páginas dedicadas a divulgar fake news denunciadas por Oswaldo (15 por lo menos) han desaparecido de la web.
Pero la historia no acaba allí. La trama es compleja y ya fueron interpuestas dos demandas de personas implicadas “por suplantación de identidad, contra quien resulte responsable”. Las campañas políticas inician el domingo y su duración será de dos meses. La urgencia de acabar de raíz con estas prácticas de guerra sucia debe imponerse como prioridad en la agenda pública. El riesgo de enrarecer un proceso electoral de por sí complicado por su magnitud, es mayúsculo. Estamos a tiempo.