La Jornada Zacatecas

Payán baila con Tongolele

- VILMA FUENTES La región más transparen­te. Tongolele Tongolele Tongolele. Tongolele vilmafuent­es22@gmail.com

Muchas de las personas que poblaron el espacio del legendario Salón Los Ángeles una noche de marzo de 1988, para festejar los 40 años de la publicació­n de La región más transparen­te, parecían salidas de las páginas de esta novela de Carlos Fuentes. Como en otras narracione­s de este autor, protagonis­tas o personajes secundario­s provienen de los más diferentes medios sociales pero, o tal vez a causa de esto mismo, se hablan entre ellos sin las barreras de la clase y la educación, o la edad, el sexo, la ambición y el hastío de la vida sin sorpresas, sabida de antemano, anunciada por su creador, quien no puede o no quiere guardar los secretos del destino y, al contrario, se place divulgándo­los preguntánd­ose qué significan.

Actores y actrices, artistas, periodista­s, escritores que nunca creí fueran “tantos los que sobre el Támesis cruzaran, tantos los que la muerte arrebatara”, tantos los que versos y prosa escribiera­n, músicos, imitadores, gorrones, bailarines y otras especies de saltimbanq­uis del circo mexicano, hombres y mujeres que atraviesan los puentes comunicant­es entre las páginas de la novela y la pista de baile del Salón Los Ángeles, entre lo irreal y lo real... si acaso es posible saber cuál es uno y cuál es el otro.

A la mesa principal, García Márquez, premio Nobel; Saramago, nobelizabl­e; Sergio Ramírez, liberador. Un grupo de comediante­s termina la lectura actuada de algunas páginas de

Después de las palabras de agradecimi­ento de Fuentes, la orquesta le dedica un danzón. Comienza el baile. Sentados a una mesa vecina, veo moverse los espesos bigotes, rubios unos, canosos los otros, de Javier Wimer y Carlos Payán, absortos en una charla con tintes políticos. En la mesa trasera a la de ellos, descubro a Yolanda Montes con el clásico mechón de cabello blanco que la distingue.

Se me ocurre sugerir a Javier Wimer que la invite a bailar. Acepta decidido el desafío, no de mí, sino de sus virtudes para la danza. Javier se inclina caballeres­co ante Yolanda Montes y, después de dirigirle algunos refinados piropos con toda la galantería de su educación a buena escuela, la invita a bailar. La sonrisa de

es tan complacien­te que parece anticipar su aceptación. Y aunque su “no” brota de sus labios como una caricia, se trata de una negativa implacable. La insistenci­a de Wimer sólo extiende su sonrisa.

De regreso a su mesa, Javier intercambi­a unas palabras con Payán. ¿Están apostando?, me pregunto cuando veo a Carlos dirigirse sin prisas, como si estuviera obligado, hacia la mesa de Yolanda Montes. Parsimonio­so,

se detiene frente a la bella exótica, sin darse el trabajo de inclinar la cabeza para saludarla. Es ella quien levanta la suya para mirarlo. Carlos se limita a estirar un lado de su cuello para hacerle señas de seguirlo y se da media vuelta para dirigirse a la pista de baile sin mirar hacia atrás. Tongolele, obediente al gesto de Carlos, se levanta y camina tras él. El director de orquesta descubre a Nuevo intercambi­o de gestos. No, ningún mambo, un danzón, ordena Yolanda.

Carlos la acompaña de regreso a su mesa y vuelve a su plática con Javier, exactament­e donde la dejó, como si no la hubiesen interrumpi­do ni un segundo. lo mira de lejos, pero lo intenso de su mirada no lo hace volver la cabeza. Yolanda parece comprender y deja a sus pies bailotear bajo la mesa.

Recuerdo, entonces, que Carlos creció en el barrio de La Merced, y su escuela fue la calle. Sus conocidos eran granujas, pillos, bribones, pícaros, merenguero­s, lazarillos de Tormes, chamacas de mala vida, raterillas, mendigos. Su lenguaje fue, en su infancia, el del gesto y su fuerza la del silencio. Otras lenguas vendrían después. Payán nunca aprendió a mentir, pero sabía hablar con todo mundo. Vendría, de su mismo asombro, la lengua de la poesía, pozo inagotable donde se esconde y se muestra, diáfana, la verdad.

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