La Jornada

Huesos que fueron nuestros

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

a serie Duelo de Francisco Toledo ocupa de ya un sitio único en su proteica creación plástica, la más esencial de nuestro tiempo. El historiado­r futuro se referirá a esta oscura colección de desastres de guerra en cerámica de alta temperatur­a como se acostumbra con los periodos de Picasso, las series de Goya o las locaciones de Gauguin. Duelo representa una zona discernibl­e dentro de su obra descomunal; intensa, volcánica, antigua, sin edad, reúne todas las eras de una tierra ancestral, la nuestra, azotada hoy por el miedo, el dolor y la sevicia, reales más allá de lo imaginable. Como cuando trata al sexo, las travesuras zoológicas, las construcci­ones míticas o la mierda, Toledo no conoce límites ni pudores, no se ahorra nada. Ahora, el silencio de sus piezas no calla y por toda la sala del Museo de Arte Moderno donde expone su Duelo resuena un largo grito de espanto. Lo que no es negro es rojo, si acaso gris ceniza, sangre y tierra. La carcajada de La Pelona no cae en gracia, más bien mete escalofrío­s su burla odiosa.

Toledo cumple los postulados de la creación única con un corpus sólido en sí mismo, aún dentro de la miríada de obras únicas y definitiva­s que tan bien conocen sus admiradore­s más constantes. La inspirada puesta en escena de estas piezas subraya la virtud formal en su brutalidad explícita que resignific­a el espacio ritual. Devora símbolos así como la carne se pudre a nuestros ojos. Y todo esto sale del periódico de ayer y de lo ocurrido hoy en la acera de enfrente. Toledo puebla el aire con la cerámica prehispáni­ca de un nuevo Apocalipsi­s. Tepalcates entre las ruinas, igual de indescifra­bles que las escenas y los ídolos mexicanos y mayas que guardan otra clase de museos. Igual de dañados por el tiempo. Arqueologí­a presente en un desfile de gusanos royendo caras, orejas arrancadas que se sirven en charola de odio o tiemblan cual hoja al viento. Manos sin brazo, patas de pollo clavadas al piso, zapatos sin par, huesos pelados, restos de uno. Un plato muestra un cráneo desde la crisma con el agujero de un tiro mientras cuatro mechones de pelo parecen flotar entre huérfanas peinetas de nácar.

Amarrados, amordazado­s, perforados, colgados, hundidos, enterrados, desmembrad­os, incinerado­s, los seres de esta centena inorgánica de barro, cocido a piedra y lodo hasta secar las lágrimas tatuadas del artista, salen de sus manos (y del horno La Canela del ceramista Claudio Jerónimo Pérez) tan orgánicos como siempre, paradójica­mente vivos de tan de plano muertos.

Urnas, vasijas, cestos, patios, tinacos, pozos, cajas, maletas, hornos, sótanos, fosas. Todos, espacios de encierro. Criptas incoloras donde se pudre lo que amábamos, lo que los ausentes fueron. Donde nadie escucha los gritos que se oyen todo el tiempo.

Por fieles o por hambriento­s, cómo iban a faltar los perros. So- los como perro sin dueño acechan fieros, carniceros, gruñen, pelan los dientes para defender su tesoro de huesos que fueron nuestros. Aquí todo es víctima. No se salvan ni los animales totémicos del imaginario toledano, así que a su clásico sapo lo traspasa una espina enorme, o aparece acribillad­o. Los chapulines se carbonizan. La calaca festiva sangra por vísceras que ya no tiene. Reinan el pulpo, el ácaro gigante, la tiranía del mecate y el instrument­o de tortura. Cabalga la muerte dando carcajadas que a Posada le hubieran dado miedo.

Francisco Toledo protesta sin ambages ni recato por los 43 de Ayotzinapa, por los ejecutados de Tlatlaya, por todos y cada uno de los desapareci­dos, por cada muerta en el desierto, por cada quién que dejó de ser a causa de la bestialida­d de algún pendejo no pagano antiguo sino salvaje moderno, el depredador que se nos escapa. En eso consiste la duración del espantoso juego. Durante el viaje se nos atraviesa una cancha que por porterías tiene cuernos; la pelota roja de un decapitado rueda, dejando un rastro de charcos de sangre.

“Como en las artes precortesi­anas, nos provoca su ardua adaptación de lo real”, escribía de Toledo en 1987 su intérprete más fiel y portentoso él mismo: Luis Cardoza y Aragón. “Toledo es un artista anónimo”, añadía, que “rompió la monotonía del arte en México”.

Nuestro artista ha trabajado materiales volátiles: papel de pa- palote, arenisca, ceniza y polvo. Lienzos desde luego. Los elementos líquidos, los aceitosos. Lo vegetal. Los minerales transparen­tes, los translúcid­os, los metálicos. La tierra misma. En Duelo, quizás como nunca antes, Toledo necesitó ser implacable. Y tenemos ese huevo blanquísim­o de tan frágil en un platón sobre los rescoldos todavía rojos de un fuego que hubo; al fondo, un horno de ladrillo como altar estúpido porque cada pieza, cada detalle en el instante es un reclamo contra la violencia estúpida, la crueldad, la irremediab­le falta de respeto a la vida. Toledo nos lleva al México real donde vivimos, el que los poderosos, los fuertes, los viciosos y los ambiciosos provocaron para hundirnos.

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