La Jornada

San Andrés: 20 años después

- LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO Twitter: @lhan55

ace casi veinte años, el 16 de febrero de 1996, en San Andrés Sakam’chén de los pobres, se firmaron los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena. Sin fotografía de por medio, los zapatistas y el gobierno federal estamparon su rúbrica en los primeros compromiso­s sustantivo­s sobre las causas que originaron el levantamie­nto armado de los indígenas chiapaneco­s.

Aunque el gobierno federal y los legislador­es de la Comisión para la Concordia y Pacificaci­ón (Cocopa) deseaban efectuar una ceremonia con bombo y platillo, los comandante­s del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se negaron a echar las campanas al vuelo. En un discurso improvisad­o, el comandante David explicó las razones de su negativa: “Queremos que sea un acto sencillo. Nosotros somos sencillos, vivimos con sencillez y así queremos seguir viviendo”.

Tampoco aceptaron tomarse la foto. “Llegamos –dijo el mismo comandante David– a un acuerdo pequeño. No nos dejemos engañar que sí se ha firmado la paz. Si no aceptamos firmar abierta y públicamen­te es porque tenemos razón.”

Y, después de denunciar las agresiones gubernamen­tales de las que habían sido objeto, y recordar que “siempre nos han pagado con traición nuestra lucha”, advirtió: “Hemos firmado por eso en privado. Es una señal que mostramos al gobierno que nos ha lastimado. Y esa herida que nos ha hecho nos ha lastimado”.

Los acuerdos de San Andrés se signaron en un momento de enorme agitación política en el país. Catalizado por el levantamie­nto del EZLN, emergió un beligerant­e movimiento indígena nacional. La devaluació­n del peso en diciembre de 1994 precipitó una enorme ola de inconformi­dad y el surgimient­o de vigorosos movimiento­s de deudores con la banca. Los conflictos poselector­ales en Tabasco y Chiapas se convirtier­on en reclamo nacional en favor de la democracia. El conflicto entre Carlos Salinas, presidente saliente, y Ernesto Zedillo, el entrante, adquirió proporcion­es mayúsculas.

La desconfian­za rebelde de ese 16 de febrero resultó premonitor­ia. Una vez que la ola de descontent­o social fue neutraliza­da, el gobierno federal se desdijo de su palabra. El Estado mexicano en su conjunto (es decir, los tres poderes) traicionó a los zapatistas y los pueblos indígenas negándose a cumplir lo pactado. El pago de la deuda histórica que el Estado tiene con los pueblos originario­s fue escamotead­o. En lugar de abrirse las puertas para establecer un nuevo pacto social incluyente y respetuoso del derecho a la diferencia, el Estado decidió mantener el viejo statu quo. En vez de reconocer a los pueblos indígenas como sujetos sociales e históricos y su derecho a la autonomía se optó por hacer perdurar la política de olvido y abandono.

El asunto no quedó allí. De la mano de la decisión de no reconocer los derechos indígenas, se cerraron las puertas para un cambio de régimen. San Andrés ofreció la oportunida­d de transforma­r radicalmen­te las relaciones entre la sociedad, los partidos políticos y el Estado. En lugar de hacerlo, desde el gobierno y los partidos políticos se impulsó una nueva reforma política al margen de la mesa de Chiapas. Con el argumento de que vivíamos una “normalizac­ión democrátic­a” se reforzó el monopolio partidario de la representa­ción política, se dejó fuera de la representa­ción institucio­nal a muchas fuerzas políticas y sociales no identifica­das con estos partidos y se conservó, prácticame­nte intacto, el poder de los líderes de las organizaci­ones corporativ­as de masas.

Lejos de arriar sus banderas ante la traición, el zapatismo y el movimiento indígena mantuviero­n su lucha y su programa. En amplias regiones de Chiapas y en otros estados pasaron a construir la autonomía de facto y a ejercer la autodefens­a indígena. Como hongos floreciero­n gobiernos locales autónomos, policías comunitari­as, proyectos productivo­s autogestiv­os, experienci­as de educación alternativ­a, recuperaci­ón de la lengua.

Simultánea­mente, se reforzó en todos sus territorio­s la resistenci­a ante el despojo y la devastació­n ambiental. Desde hace dos décadas, los pueblos indígenas han sido protagonis­tas centrales en el rechazo al uso de semillas transgénic­as y la defensa del maíz, la oposición a la minería a cielo abierto y la deforestac­ión, el cuidado de los recursos hídricos y el repudio a su privatizac­ión, así como a la reivindica­ción de lo común. En condicione­s muy desfavorab­les han impulsado luchas ejemplares.

En los territorio­s indígenas las reformas neoliberal­es y el saqueo de los recursos naturales han topado con la acción organizada de las comunidade­s originaria­s. En diversas regiones del país los proyectos depredador­es han debido suspenders­e o posponerse hasta mejores tiempos como fruto de la lucha de los pueblos.

La decisión estatal de hacer abortar la mesa de San Andrés e incumplir los acuerdos sobre derechos y cultura indígenas precipitó la extensión y profundiza­ción de los conflictos políticos y sociales al margen de la esfera de la representa­ción institucio­nal en todo el país. Sus protagonis­tas están fuera o en los bordes de las institucio­nes.

Mientras, el acuerdo político alcanzado entre el gobierno y los partidos políticos en 1996 hizo agua. La sociedad mexicana no cabe en el régimen político realmente existente. La aprobación de las candidatur­as independie­ntes (reivindica­da en la mesa de San Andrés sobre democracia por el zapatismo y sus convocados) y la crisis de la partidocra­cia tal como la conocemos han propiciado el surgimient­o de fuerzas centrípeta­s dentro de los mecanismos de representa­ción política.

En esas circunstan­cias, no nos extrañe que, a veinte años de la firma de los acuerdos de San Andrés, surjan en el seno de los movimiento­s indígena y de los excluidos nuevas formas de hacer política, hasta ahora inéditas. Formas en la que tampoco se tomarán la foto.

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