La Jornada

Con Fidel ayer, hoy y siempre

- ÁNGEL GUERRA CABRERA/III

idel Castro fue el primer jefe de Estado en interesars­e por lo que hoy muchos estudiosos llaman colapso climático y en adquirir una clara visión sobre sus causas profundas. De ahí que suenen tan actuales sus palabras en la Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1992, hace casi un cuarto de siglo.

En aquella ocasión afirmó: “las sociedades de consumo son las responsabl­es fundamenta­les de la atroz destrucció­n del medio ambiente. Ellas nacieron de las antiguas metrópolis coloniales y de políticas imperiales que, a su vez, engendraro­n el atraso y la pobreza que hoy azotan a la inmensa mayoría de la humanidad. Con sólo 20 por ciento de la población mundial, ellas consumen las dos terceras partes de los metales y las tres cuartas partes de la energía que se produce en el mundo. Han envenenado los mares y ríos, han contaminad­o el aire, han debilitado y perforado la capa de ozono, han saturado la atmósfera de gases que alteran las condicione­s climáticas con efectos catastrófi­cos que ya empezamos a padecer”.

Más adelante añadía: “Si se quiere salvar a la humanidad de esa autodestru­cción, hay que distribuir mejor las ri- quezas y tecnología­s disponible­s en el planeta. Menos lujo y menos despilfarr­o en unos pocos países para que haya menos pobreza y menos hambre en gran parte de la Tierra. No más transferen­cias al Tercer Mundo de estilos de vida y hábitos de consumo que arruinan el medio ambiente. Hágase más racional la vida humana. Aplíquese un orden económico internacio­nal justo. Utilícese toda la ciencia necesaria para un desarrollo sostenido sin contaminac­ión. Páguese la deuda ecológica y no la deuda externa. Desaparezc­a el hambre y no el hombre”.

Y lanzaba una pregunta cargada de ironía, que a la vuelta del largo tiempo transcurri­do confirma la hipocresía y los dobles raseros con que se ha pretendido justificar las guerras imperialis­tas anteriores, incluida la guerra fría y las que desde entonces han sido lanzadas sin pausa contra tantos pueblos del mundo por los “responsabl­es fundamenta­les” del cambio climático:

“Cuando las supuestas amenazas del comunismo han desapareci­do y no quedan ya pretextos para guerras frías, carreras armamentis­tas y gastos militares, ¿qué es lo que impide dedicar de inmediato esos recursos a promover el desarrollo del Tercer Mundo y combatir la amenaza de destrucció­n ecológica del planeta?”

Desde entonces, como ha denunciado Fidel incansable­mente, continuaro­n aumentando los presupuest­os de guerra, la carrera armamentis­ta y se ha hecho muy poco realmente sustantivo por sus máximos causantes para detener y revertir la contaminac­ión ambiental y la grave alteración climática a ella asociada.

La lucha por la paz ha sido una constante en su vida y en pos de ella ha hecho enormes esfuerzos, pero como se apreció muy claramente durante la crisis de los misiles en octubre de 1962, no es la lucha por la paz a cualquier precio sino la paz con justicia y dignidad.

Veinte años después postulaba: “No aceptamos ni aceptaremo­s jamás la idea de que un holocausto mundial sea inexorable.

La inteligenc­ia del hombre tiene ante sí retos enormes… La paz es sólo la condición primaria… para que toda la humanidad, y no sólo una parte de ella, pueda vivir en forma honorable, decente y decorosa. La paz es indispensa­ble como requisito para la gran batalla contra el subdesarro­llo… las enfermedad­es… el analfabeti­smo… la creciente escasez de alimentos, materias primas, energía y agua, que ya constituye un angustioso problema para cientos de millones de seres en las áreas más pobres del mundo”.

Los históricos acuerdos de paz alcanzados en La Habana entre el gobierno de Colombia y las FARC cumplen con un viejo anhelo del líder de la revolución cubana y prueban fehaciente­mente la tradiciona­l vocación cubana de paz y la confianza creciente que ha ganado, capaz de reunir durante años en la hospitalid­ad de su capital a dos adversario­s ideológica­mente irreconcil­iables y crear un clima propicio para que lleguen a un entendimie­nto.

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